El
significado del trabajo
En una
lección a la Fraternidad San Carlo, Mons. Camisasca reflexiona sobre el
trabajo, dimensión profunda de la vida del hombre y al mismo tiempo evento de
comunión.
El
trabajo es una de las experiencias que más he tenido en cuenta a lo largo de
los treinta años que he vivido con vosotros. En esta lección os explicaré el
porqué.
La
lección se desarrollará en tres partes: Creación y trabajo, o sea el
significado creatural del trabajo; Eucaristía y trabajo, o sea qué
relación existe entre bautismo y trabajo; sacerdocio y trabajo, o sea
cuál es el lugar del trabajo en la vida sacerdotal.
La
Creación y el trabajo
No es
una casualidad, por tanto, que la primera mirada sobre el hombre y la mujer que
encontramos en el libro del Génesis se fije precisamente sobre la experiencia
del trabajo, así como en la experiencia de la maternidad (ver Gen. 1, 28-30; 2,
15). Encontramos que una de las consecuencias del pecado, de la rotura de la
unidad de la vida, es la fatiga en el trabajo (ver Gen 3, 17-19). Pero esto no
significa que el trabajo deba considerarse, ante todo, como una condena. Más
bien, el pecado actúa sobre una realidad preexistente de la persona humana
trastornándola, pero sin destruirla completamente. Por lo tanto el trabajo permanece,
antes y después del pecado, como un elemento fundamental de la vida del hombre.
Es tan cierto todo esto que, cuando el pecado es vencido por la gracia, esta
interviene justamente para redimir la relación del hombre con el trabajo y hace
del hombre un artífice de la salvación, en colaboración y en sumisión a Dios.
En el
libro del Génesis no sólo se presenta al hombre como un trabajador, sino que,
ante todo, se presenta a Dios como trabajador (ver Gen 1,1-27). El autor
bíblico que nos presenta a Dios ocupado creando el universo, llega a afirmar
que Dios, finalmente, descansó (ver Gen 2, 2-3). Sabemos muy bien que este
“descanso de Dios” es la anticipación de algo que nos espera al final, como lo
fue para el Creador, pero también es la descripción de la vida cotidiana de
Dios que entra a permear nuestra realidad cotidiana. El tiempo de descanso nos
revela la vida de Dios y nos revela también la posibilidad, para nuestro
tiempo, de empezar a vivir la vida que nos espera. Nos revela por tanto la
presencia de lo eterno en el tiempo, la presencia del futuro en el presente, la
presencia de Dios eterno y cambiante en la variedad de nuestro tiempo de
hombres.
Comienza
así la reflexión sobre la relación entre el trabajo y el descanso, que también
será una de las piedras angulares de la reflexión clásica, tanto de los griegos
como de los latinos. La cultura greco-latina reconocía una contradicción
irreconciliable entre trabajo y descanso, y postuló una división en clases de
hombres dedicados a los trabajos pesados y de hombres que, por capacidad
intelectual o por decisión de los dioses o por nacimiento, estaban destinados
al trabajo puramente intelectual. El mundo bíblico, al contrario, el hebreo
antes, pero también el cristiano, no ve contraposición ni división entre
trabajo y descanso. Al contrario, educa a una compenetración de uno en el otro,
como he apuntado anteriormente. Otium y negotium no se
contraponen en la experiencia judeocristiana, como aparece claramente en la
síntesis más alta, la Regla de San Benito.
Pero
volvamos a hablar de trabajo.
¿En qué
sentido el trabajo es una dimensión de la vida del hombre? En un sentido
profundo. El hombre sin trabajo, o mejor dicho, sin trabajar, no expresaría el
nivel fundamental de su ser. No sería él mismo, no podría realizarse, ser
feliz. Él sería como un hombre que no sabe amar, que no sabe conocer. De la
misma manera que el amor y el conocimiento, el trabajo pone en relación el
hombre con la realidad y sobre todo con el mundo humano. Por medio del trabajo
el hombre puede amar, tiene algo que ofrecer, algo para lo que sacrificarse y
por lo que estrechar relaciones con los demás llenas de gratuidad.
El
trabajo nos habla de una responsabilidad común. Une a cada hombre con los demás
y con toda la Creación entera. Incluso cuando un trabajo fuese realizado en la
más total soledad, ello sería siempre una acción del espíritu sobre la materia,
crearía siempre un fruto que modificaría la realidad del hombre y sería un don
para todos. Por su misma naturaleza, por tanto, el trabajo es un evento de
comunión y, por su misma naturaleza, puede correr el riesgo de ser un elemento
de división, de guerra, de contraposición, de rivalidad, de odios, como sabemos
perfectamente. Esto es obra del pecado. Todo lo que es profundamente elevado en
el hombre es también profundamente corruptible. Como en nombre del amor y del
conocimiento se desatan las aversiones, las divisiones y las rivalidades, de la
misma manera en nombre del trabajo se desencadenan las guerras y las luchas
entre los hombres.
He usado
expresamente el término “trabajo” en un sentido general. Trabajo puede ser el
canto, la lectura, el uso de una máquina, labrar la tierra. O tener otras
expresiones. A través de cada expresión de sí mismo, el hombre toma conciencia
de sí mismo y de sus potencialidades, de su realeza dentro de la Creación, de
su capacidad para intervenir en un mundo y en un universo que nos ha sido
confiado por Dios. El universo está sin terminar, no porque nosotros podamos
llevarlo a su plenitud con nuestras capacidades – esto sería un acto de
soberbia – si no porque podemos contribuir a su crecimiento. Se puede trabajar
para que el mundo sea un hogar para los hombres y una anticipación, aunque muy
embrionaria, de la casa definitiva que nos espera.
A la luz
de estas consideraciones, se entiende que la pereza o la desidia sean una
verdadera enfermedad del espíritu. Son aquellas posiciones del alma por las que
se quiere renunciar a intervenir con el propio trabajo en la historia del
mundo. ¿Cuáles son las causas más profundas de la pereza y la desidia? Son
muchas, según la historia personal. A veces porque uno se considera incapaz,
tiene miedo, por cansancio; otras veces se han tenido que sufrir humillaciones,
contradicciones, heridas y se prefiere salir del teatro del mundo y de las
cosas. Estoy hablando, evidentemente, de nuestras casas, no de una
fenomenología abstracta.
En este
sentido debemos notar que si indudablemente en la vida hay un tiempo de
descanso (y esto es verdad para todas las etapas de la existencia), sustancialmente
la vida es un tiempo en el que estamos llamados a gastar a través del trabajo
nuestros dones y nuestras energías para el bien nuestro y de todos. Y sólo en
esta laboriosidad nuestro corazón puede encontrar una verdadera satisfacción.
Existen,
y son muy frecuentes, las perversiones del trabajo. El trabajo puede ser
idolatrado como el propósito de la existencia, al cual quedan finalizados -y
por tanto también sacrificados- los valores afectivos, la misma fe en Dios.
¡Cuántos vuelven tarde por la noche porque tienen cosas que hacer! Ya no existe
el hogar. Estoy pensando en las familias, pero también en nuestras casas. Estoy
ocupado, debo encontrar aquella persona, arreglar aquella comunidad, ese sermón
que preparar… Todo esto puede ser una necesidad real, así como una perversión
del trabajo. No es nada raro encontrar esta perversión en el trabajo, por lo
que se le ve como un ídolo a quien sacrificar todo. Nosotros sabemos que cada
mentira, como decía Chesterton, es una verdad que se ha vuelto loca. En este
caso, esto que tendría que conectar el hombre a su destino, a los demás hombres
y a la Creación, acaba separándolo de todos. Es la obra del demonio, del mal,
que consiste no tanto en la creación de objetos negativos, es decir en el mal
que hago, sino en la perversión de las dimensiones auténticas del hombre: el
mal que de hecho hago pensando en amar y conocer, pensando en hacer el bien del
otro.
Uno de
los objetivos fundamentales de la vida común, de la vida familiar, de la vida
social y, finalmente, de la vida eclesial, debería ser educar las personas al
gusto, al sentido y a la necesidad del trabajo. Subrayo cada una de estos tres
sustantivos: el gusto, el sentido y la necesidad del trabajo. El gusto del
trabajo se refiere a nuestra relación con lo bello, el sentido con la verdad,
la necesidad con el bien.
Hoy
somos testigos -por lo menos en nuestro mundo occidental, y especialmente en
Europa y en Italia- de una grave pérdida del sentido del trabajo. La cultura
del trabajo parece muerta. Este, separado del conjunto de significados que
deben animar la vida del hombre, se convierte como en una variable enloquecida
de la existencia. Vemos por tanto a aquellos que trabajan tan sólo para ganar
dinero, aquellos que simulan que trabajan pero en realidad no lo hacen,
aquellos que intentan sustraerse al trabajo, aquellos que hacen tres o cuatro
trabajos para ganar más y por tanto los hacen mal, superficialmente, y son un
peso para la sociedad además de ser un fenómeno de corrupción. Una de las
tareas fundamentales de nuestras comunidades debería ser aquella de ayudar a
las personas a redescubrir el sentido del trabajo, sin el cual no puede haber
harmonía, vida social, posibilidad de felicidad para el hombre y no hay tampoco
una auténtica experiencia eclesial. Pienso en los que no hacen nada y vienen a
nuestras comunidades porque no tienen otros lugares donde ir. Si nosotros no
ayudamos estas personas a encontrar su lugar en la vida, nuestras comunidades
serán una ruina para ellos.
No
faltan también entre nosotros quienes sienten el trabajo como una carga. Todo
esto puede estar determinado por razones diversas en las que no puedo entrar
ahora. Deseo tan solo subrayar la importancia para nuestras casas de vigilar
para que cada uno de nosotros tenga siempre presente, con claridad, el valor
positivo y atractivo del trabajo, para que cada uno sea ayudado, allí donde
pueda haber una visión puramente negativa y renunciataria de la vida, a entrar,
aunque lentamente, en un redescubrimiento progresvo de la importancia del sacrificio.
He usado
expresamente esta palabra porque no puede haber trabajo sin sacrificio.
Redescubrimos aquí el verdadero sentido de las palabras del Génesis. El trabajo
duro del que habla el libro del Génesis es ciertamente todo trabajo. Adquirir
un conocimiento, expresarlo a través de una experiencia laboral, arriesgar
nuevas hipótesis de interpretación de la realidad, intervenir sobre las cosas a
través de la creación de nuevos objetos, llegar a nuevas lecturas científicas
implica un riesgo, una fatiga, un comprometerse con las cosas, implica un gran
ideal que apoye todo este compromiso. Es tarea de nuestras comunidades sostener
este ideal que dé a las personas no solo la fuerza de aguantar el propio
trabajo, sino también el deseo de desarrollarlo, el gusto de levantarse por la
mañana para poder participar de la obra creadora de Dios.
Eucaristía
y trabajo
Todo
bautizado se pregunta cómo su trabajo entra en el misterio de la redención.
Esta es una pregunta que siempre me ha fascinado y que no tiene una respuesta
sencilla, porque en gran medida es misteriosa la forma a través de la cual
nuestro trabajo viene salvado y, además, contribuye a la salvación.
Nuestro
trabajo está salvado en la medida en que es ofrecido, según nos dice la Carta a
los Romanos. San Pablo en efecto dice que toda la Creación gime y sufre como en
los dolores del parto esperando la plena manifestación de la salvación de los
hijos de Dios (ver Rm 8, 19-23). Entonces existe una relación entre la
salvación del hombre y la de todo el universo. El trabajo del hombre se
convierte en una de las características de este vínculo. Debemos anotar en
seguida que el trabajo no tiene en sí mismo una fuerza salvadora, redentora,
mesiánica, como en cambio piensa el marxismo; al mismo tiempo, sin embargo, él
no queda sin significado respecto a la transformación del mundo hacía su
cumplimiento- ¿Qué significado? Una ayuda nos viene de las oraciones del
Ofertorio: es allí donde he reconocido la ayuda más profunda para comprender
finalmente el peso de mi trabajo en la obra redentora de Cristo. La oración de
bendición de los dones, traducida de la antigua Berakah hebrea, dice: «Acoge,
Señor, estos dones: este pan y este vino, frutos de la tierra, de la viña y del
trabajo del hombre, para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo».
Entramos
entonces en esta oración, no sin haber recordado otras expresiones del Nuevo
Testamento que nos pueden ayudar en este sentido, por ejemplo el comienzo del
capítulo 12 de la Carta a los Romanos: ofrecerse ustedes mismos como una
víctima viva, santa y agradable a Dios (ver Rm 12, 1).
Volviendo
ahora a las oraciones del Ofertorio debemos preguntarnos: ¿qué sucede en estas
oraciones? Nosotros pedimos a Dios que el pan y el vino se conviertan en Cuerpo
y Sangre de Cristo, pero en las oraciones está recogida también esta expresión:
«fruto de la tierra – fruto de la vid – y del trabajo del hombre». Entonces en
aquel pan y en aquel vino entran Dios y el hombre. La tierra, la vid, son algo
que viene de Dios. Hay una semilla que es puesta por Dios en nuestra
existencia, se trata de los famosos talentos de los que habla el Evangelio:
nuestra inteligencia, nuestra libertad, nuestros deseos, nuestra capacidad de
llevar una contribución a la vida de la tierra, pequeña o grande no importa, a
través de la generación de los hijos, de su educación, a través de la obra
artística, intelectual, el trabajo manual y todas las formas expresivas del
hombre. Contribuimos así a la transformación interior y exterior, en bien y a
veces en mal, de nuestra tierra. ¡Qué inmensa transformación obra el trabajo
del hombre!
En el
origen de todo, por tanto, está Dios con sus dones. Dios hace de nosotros unos
seres capaces de pensar, de crear, de amar, deseosos de intervenir, de
transformar, de emprender, justamente a partir de lo que Él nos da. El hombre
participa de la obra de Dios. Aquí está otro secreto del trabajo: nace del
deseo de participar en la obra de Dios no tan solo como Creador, sino también
como Salvador; participar en aquella obra a través de la cual Dios crea el
mundo y lo transforma a través de la presencia de su Hijo muerto y resucitado,
a través del don del Espíritu, a través de su Iglesia que no es ajena al mundo,
a la tierra, sino que está inmersa en esta tierra, aunque su origen sea el cielo.
Por tanto no somos del mundo, no salimos de él, pero estamos en el mundo y
somos participantes activos de una transformación del mundo.
Subrayo
algunas palabras mediante las cuales podemos resumir al menos los aspectos más
importantes con los que nuestro trabajo se convierte en parte de la obra de
Dios. La primera es la palabra sacrificio, que ya la oración del
Ofertorio nos invita a reconocer como el camino fundamental para que la
existencia se convierta en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Sacrificio no
significa renuncia, no significa muerte, más bien, como nos enseñó don
Giussani, quiere decir mortificación, o sea aceptar que nuestra vida no se
gaste para nuestra gloria, sino para la gloria de Cristo en la tierra y en los
cielos. Significa, por lo tanto, acoger la vocación que Dios nos envía, el
camino en que nos metemos, como la manera privilegiada a través de la cual
podemos participar en la difusión de su Reino en el mundo.
Esta
consideración ya arroja una luz especial sobre nuestro trabajo, que debe
entenderse ya no sólo como expresión de nosotros mismos, sino también como el
camino a través del cual el Hijo de Dios se da a conocer en el mundo. ¿Cómo es
posible que otros conozcan el Hijo de Dios a través de nuestro trabajo? No
existe una única respuesta a esta pregunta; podrán ser nuestras palabras, la
belleza de lo que hacemos, la paciencia con la que vivimos nuestra fatiga, el
brillo de nuestra cara. Muchas y muchas son las formas en que nuestro trabajo
puede hablar de Cristo, y el mismo Cristo nos las sugerirá.
Más aún
que la palabra sacrificio es la palabra ofrecimiento la que
ilumina la realidad de nuestra fatiga. Hay un vínculo seguro con Dios, hay una
utilidad segura en nuestro trabajo, cualquiera que este sea, cual sea el fruto
que logre, cualquier cambio exterior, grande o pequeño, pueda producir en la
vida de los hombres. La palabra ofrecimiento desvela todo esto. La
conocía bien el pueblo judío, que veía estrechamente unidas su oferta con la
misma alianza de Dios e incluso el éxito de su misión en la historia.
Ofrecer
significa reconocer que Dios está en el origen de cualquier intento nuestro, de
toda obra nuestra, es Él quien la lleva, es Él quien determina su fruto y
establece su futuro destino. Solo Él conoce el designio entero de la historia
del mundo y solo Él, por lo tanto, puede conocer cuál es el lugar de nuestro
trabajo, de nuestra fatiga dentro el trabajo y de la fatiga de todos los demás
hombres y junto con ellos.
El
ofrecimiento es el camino seguro de la fecundidad de nuestro trabajo. “Señor,
yo te ofrezco esta hora de estudio, te ofrezco esta mañana que paso en este
escritorio, te ofrezco esta jornada en la que trabajo en esta fundición, en
esta tienda; te ofrezco mi preparación del almuerzo esperando a mis hijos y mi
marido; te ofrezco el silencio, la ocultación de mi obra, o bien te ofrezco su
magnitud; haz que no me deprima y no me exalte demasiado”.
«Cuando
tú coronas nuestras frutos, en realidad coronas tus méritos» escribió San
Agustín, y así nosotros estamos llamados a saber que incluso el fruto de
nuestro trabajo es obra de Dios, porque es Él quien ha puesto dentro de
nosotros capacidades o dotes y Él desea ardientemente que éstas sean llevadas a
dar fruto para el bien de todos. Solo Él conoce la medida del valor del trabajo
del hombre. Él, que conoce también el trabajo de quienes tienen pocas
capacidades, que conoce también las palabras de los que no saben expresarse,
que conoce los pensamientos de los que no tienen voz. Él todo lo acoge, todo lo
valora. En su diseño todo adquiere un significado y un peso que nosotros no
podemos evaluar.
Deseo
subrayar otra palabra importante, comunión, tanto en su significado
eucarístico como en su significado social. En su significado eucarístico: lo
que conduce el mundo hacía su plenitud es un trozo de pan blanco, silencioso,
escondido. También nosotros estamos llamados a tener este sentimiento de la
historia del hombre y por lo tanto a pedir a Dios que acoja nuestro trabajo
para que sea Él que le saque la utilidad que desea. En su significado social,
la Eucaristía como comunión nos enseña que nuestro trabajo está llamado a
fortalecer la comunión entre los hombres. No es indiferente que un artista
escriba algo que exalte el corazón, que lo ensanche, lo dilate o lo deprima,
que lo conduzca hacia el bien o hacia el mal. No es indiferente que un
arquitecto construya una ciudad donde se vive mejor, donde se aprenda a
reconocer el lugar de Dios y de los hombres o, por el contrario, por pura
exaltación de sí mismo y de su propia gloria, diseñe ciudades y casas donde es
más difícil vivir y reconocer el sentido de la vida. Podríamos hacer ejemplos
sin fin.
Cada uno
de nosotros sabe que su trabajo puede, en lo poco o en lo mucho, contribuir al
bien o al mal de todos.
Sacerdocio
y trabajo
En esta
breve tercera parte de mi lección quisiera sacar algunas consideraciones para
la vida sacerdotal de lo que dije antes.
Ante
todo quiero recordar que nuestra vida es un trabajo. Por lo tanto tiene las
características exaltantes y también fatigosas de cualquier trabajo, sobre todo
de los que han sido deseados, acogidos y realizados como un camino vocacional.
Si
miramos a Jesús y a su vida tal y como nos la relatan los evangelios, podemos
notar su incansabilidad. Ciertamente no era una incansabilidad ansiosa o, aún
peor, jadeante. Podríamos definirla una incansabilidad ordenada. Su correr de
pueblo en pueblo estaba ordenado por el deseo de obedecer al Padre. Su
incansabilidad, por lo tanto, nacía de la obediencia, de un sentido agudo,
profundo, de relación con el Padre, de un sentido profundo de la hora, del
valor del tiempo colocado en lo eterno. De la misma manera su incansabilidad
era ordenada porque estaba salpicada de momentos de oración y también de
conversación y de descanso con sus discípulos y amigos. Así debería ser la vida
del sacerdote, determinada por estos dos focos: la urgencia de la misión y la
necesidad de ese diálogo con el Padre y con los hombres que solo permite el
descanso del espíritu y da la posibilidad a nuestra misión de ser portadora de
Cristo y no de nosotros mismos.
Entendemos,
por lo tanto, cómo la vida sacerdotal vive toda de esa síntesis entre otium
y negotium del que hemos hablado. El ora et labora de San Benito
no es tanto la descripción de diferentes momentos del día. Es sobre todo la
descripción de aquello que debe ser cada momento de la vida. Si el trabajo
supremo es precisamente la oración, esta necesita expresarse en una
responsabilidad hacia los hombres, en un ir hacia ellos, en un trabajar
concretamente con ellos y para ellos.
En
ningún monasterio he encontrado una síntesis tan poderosa como en los
monasterios benedictinos. En otras formas de espiritualidad, de hecho, el
trabajo es visto a menudo como algo que nos permite vivir, sostenernos, o algo
que se debe hacer, justamente, para llenar el tiempo entre una oración y la
otra. En la síntesis benedictina no es así, y también para nosotros quisiera
que no fuera así. Nuestro trabajo, ya sea ir a encontrarse con una familia o
una clase de catequesis, la celebración de la misa o encontrar un enfermo,
estudiar para preparar una clase o cualquier tipo de trabajo, es algo que brota
de nuestra relación con Dios y nos conduce de nuevo a ella.
Entendemos
cómo esta unidad entre oración y trabajo está profundamente conectada con la
unidad entre el amor a Dios y el amor al prójimo. Solo en el cristianismo
existe una tan profunda compenetración entre estos dos mandamientos, tal que
obedecer a uno no es posible sin obedecer también al otro. Más aún, son casi un
mismo mandamiento.
Por lo
tanto es absolutamente decisiva la vigilancia sobre la vida de oración en
nuestras casas. Sin la oración no puede haber trabajo, no puede haber una
experiencia sana del trabajo y, al mismo tiempo, sin trabajo no puede haber una
verdadera experiencia de oración.
Debemos
ayudar a nuestros hermanos cansados, pidiéndoles no un trabajo imposible, sino
el trabajo que pueden dar en este momento de su vida. Esto significa también
prever la posibilidad o la necesidad de tener que acompañar a estos hermanos en
su trabajo, así como los acompañamos en su oración.
Muchas
veces me he parado con vosotros a hablar del significado de los varios momentos
de la misa, y pienso que ningún tema como el del trabajo ilumina la importancia
de penetrar cada vez más en la realidad de la celebración eucarística para
poder entrar en el misterio del universo y por lo tanto también en el misterio
del trabajo, del sacrificio, de la fatiga. En la misa todo es recogido, todo es
ofrecido, todo es llevado a la unidad. Nuestro sacerdocio por lo tanto tiene
siempre un significado místico y un significado social: estos son inseparables
y coexisten en nosotros mostrando la grandeza del arco de nuestras
responsabilidades.
El tema
del trabajo abre delante de nosotros un horizonte ilimitado y apasionante.
Nosotros, con nuestra vida, podemos entrar profundamente en el misterio mismo
de Dios, podemos colaborar en la obra de la Creación y de la Salvación; podemos
constituir un puente entre el cielo y la tierra; podemos interceder para que,
ya en este tiempo, empiece a manifestarse, aunque veladamente, el rostro de la
Jerusalén celestial; podemos acompañar eficazmente a los hombres en la
cotidiana y dura fatiga de las responsabilidades que se les exigen, en los
sacrificios que deben hacer y en la pesadez, a veces difícilmente imaginable
para nosotros, a la que ciertos trabajos les obligan.
De esta
manera, la vida sacerdotal se coloca justo en el centro de la vida del mundo y
de la historia, y nos desvela la centralidad de la persona de Cristo en la
realidad del universo.