RECUPERAR
LA DENUNCIA PROFÉTICA DESDE LA MISERICORDIA
Reflexión
en Adviento
GABRIEL Mª OTALORA, gabriel.otalora@ euskalnet.net
BILBAO (VIZCAYA).
ECLESALIA,
19/12/13.- El problema fundamental de la Iglesia es que debe
determinar, permanentemente, cuál es su lugar en el mundo, pero no en teoría
sino en la práctica. Jon Sobrino escribió hace tiempo (1992) algo que él llamó
Principio-Misericordia y que el papa actual está reivindicando ahora como algo
esencial para vivir el evangelio: que el ejercicio de la misericordia pone a la
Iglesia fuera de sí misma, en medio de donde ocurre el sufrimiento humano. La
Iglesia como tal, debe releer la parábola del buen samaritano con la misma
actitud reverencial con que la escucharon los oyentes de Jesús, cuando
cuestionaba que los salteadores del mundo anti-misericordioso toleran que se
curen heridas, pero no que se sane de verdad al herido ni que se luche para que
éste no vuelva a caer en sus manos. Algo que va más allá de aplaudir las “obras
de misericordia”, que están muy bien.
A
nadie lo meten en la cárcel ni lo persiguen simplemente por realizar obras de
misericordia, y tampoco lo habrían hecho con Jesús si su misericordia no hubiera
sido, además, lo primero y lo último. Pero, cuando lo es, entonces subvierte los
valores últimos de la sociedad, y ésta reacciona en su contra. Esta reflexión
creo que debe primar en este tiempo de espera y de esperanza; porque urge
recuperar la denuncia profética desde la misericordia frente a las injusticias
de unas políticas económicas que además de ineficaces, solo benefician a una
minoría con la que demasiadas veces, los cristianos somos complacientes.
Se
puede decir que la Iglesia nació a partir de Pentecostés, cuando las primeras
comunidades desarrollaron una sorprendente vitalidad. Pero nada les resultó
fácil, como nos cuentan sobre todo las cartas de san Pablo, aunque fuesen
guiados por ese Dios que respeta la libertad y la condición humana en toda su
extensión. El rechazo histórico que sufrieron entre los suyos activó la labor
misionera, acrecentada por sus primeros éxitos con los gentiles. Pero no
tardaron en ser vistos como un peligro que chocaba con los intereses del imperio
romano y los de muchos ciudadanos que se sentían incómodos con semejante apuesta
de fe y de vida.
Al
final, padecieron una represión brutal de casi dos siglos. Aun así, cuántas
veces repetirían pasajes milenarios como este: “Eres precioso a mis ojos, eres
estimado, y yo te amo. No temas, que yo estoy contigo”… esperanzados con un
nuevo Adviento para sus comunidades eclesiales. Las dificultades existieron
desde el principio: grandes diversidades culturales y con visiones teológicas
diferentes, que las superaron gracias a su entrega a los demás. Aquellos
cristianos, en fin, no se arrugaron en su testimonio ante las dificultades.
Siempre tendremos en aquellas comunidades un modelo de conducta para nuestra
Iglesia, empezando por la jerarquía. En este momento especial del Adviento, de
acogida a ese Niño Dios cercano y hecho uno de nosotros, es tiempo de acoger
también su mensaje de amor a la luz de las vivencias de aquellos sus primeros
seguidores.
Un
tiempo de Adviento (lo comenzaron las iglesias cristianas en el siglo IV) que va
unido siempre a la experiencia del día a día, a la luz de la experiencia pascual
de Cristo resucitado. La sociedad de consumo nos quiere borrar del corazón que
los regalos más importantes no se pueden comprar con dinero. Y el más grande de
todos, fue el gran regalo de Dios dándonos a su propio Hijo. Cada nuevo Aviento
navideño supone un reto a nuestras contradicciones de una fe contagiada del
materialismo más pagano. La Navidad se ha convertido para demasiados cristianos
de nuestras comunidades en una fiesta decadente, olvidados de que este tiempo
nos invita a la necesaria renovación más allá de las fiestas familiares y
sociales en torno al nacimiento de Jesús. Va más allá de una fiesta de
cumpleaños. Lo que nos demanda este tiempo de preparación pascual es centrarnos
en el meollo del problema, como recordaba el poeta religioso Ángelus Silesius:
“Aunque Cristo nazca mil veces en Belén, mientras no nazca en tu corazón…