27/05/2017
01:14 | Actualizado a 27/05/2017 03:54Lea la
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Enmudece la voz, se agotan las
palabras, las lágrimas se secan, el horror anida en nuestra vivencia y se hace
imagen rutinaria sin que, aparentemente, podamos detener ese vértigo de
destrucción que nos conduce a la negación de lo humano. O tal vez a la
supremacía de esa humanidad destructora que todos llevamos dentro. Y sin
embargo, sabemos todo. Sabemos quiénes se hacen terroristas y por qué. Sabemos
cómo lo hacen. Y sabemos que la necesaria represión policial y las innecesarias
guerras de exterminio alimentan la espiral de odio y violencia en todos los
ámbitos de nuestras vidas. Y es que nuestra práctica institucional utiliza lo
que sabemos para fines que tienen poco que ver con atajar el terrorismo.
Por ejemplo, para ganar elecciones
mediante la exacerbación de xenofobia e islamofobia. Como ha hecho Trump e
intentó Le Pen. O para controlar el petróleo de Oriente Medio. Como hicieron
Bush, Blair y Aznar invadiendo Irak y desestabilizando el país para siempre,
mediante la mentira de las armas de destrucción masiva. O para destruir la
convivencia abriendo vías al autoritarismo. Como hizo Putin cuando asumió el
poder en medio de la emoción de un atentado mortífero en Moscú atribuido
espuriamente a chechenos.
Pero ¿qué es lo que sabemos
exactamente, tras dos décadas de terrorismo islámico?
Los terroristas son jóvenes musulmanes
radicalizados, que rechazan los valores dominantes de la sociedad en que viven,
se solidarizan con sus correligionarios en Oriente Medio y se sienten parte de
un movimiento global para defender al islam. La inmensa mayoría de los
terroristas en Europa son europeos, nacidos y criados en nuestros países y
ciudadanos de su país. Pero son una ínfima minoría de la comunidad musulmana.
Los 19 millones de musulmanes que viven en la Unión Europea (1,6 millones en
España) en su inmensa mayoría condenan el terrorismo, siguen las normas de
convivencia y simplemente piden respeto a sus valores y tradiciones. Solamente
unos mil han sido detenidos por posible radicalización. Y hay que recordar que
el peor terrorismo islámico ocurre en países musulmanes. Ha habido cien veces
más víctimas musulmanas que víctimas cristianas. Aun así, el pavor que suscita
el terrorismo indiscriminado está teniendo un efecto profundo en nuestro modo
de vida. El miedo cotidiano corroe la convivencia. Y aunque los radicalizados
sean una ínfima minoría, aumentan en cantidad y en velocidad de su
radicalización, a partir de la conexión creciente entre Oriente Medio y lo que
sucede en Europa.
La adhesión al Estado Islámico es más
mental que organizativa. La imagen de columnas de combatientes avanzando en
Irak y Siria y derrotando a ejércitos apoyados por los poderes mundiales
suscita el entusiasmo de los jóvenes que buscan en el proyecto purificador del
yihadismo, incluido el martirio, el sentido de una vida que se les escapa,
faltos de integración cultural en las sociedades europeas.
Aunque busquemos conexiones
organizativas porque nuestra policía está entrenada para esto, las bombas se
fabrican en casa, aprendiendo por internet o con consejos y materiales
facilitados por redes clandestinas que han ido formándose a lo largo del
tiempo. Redes que se reconfiguran constantemente en función de un ideal que se
reproduce bajo distintas siglas, de Al Qaeda al Estado Islámico. Mientras las
fuentes de radicalización aquí y de guerras diversas allí no se eliminen, no
habrá policía capaz de impedir que un camión se precipite en un paseo o que un
asesino con un cuchillo degüelle a inocentes o que una bomba de clavos con una
carga de productos químicos domésticos mate y mutile a niños en la alegría de
un concierto. Pero como algo hay que hacer y lo más fácil es hacer lo de
siempre, poco a poco entramos en una vida dominada por el miedo en que el
espacio público pasa a ser militarizado. Si la acción policial no es
suficiente, aun apoyada por el ejército, ¿cómo prevenir la destrucción y la
muerte? Se habla de integración de las comunidades musulmanas. Pero ello
requiere una voluntad política, apoyada por la ciudadanía, que implica una
tolerancia cultural y social profunda, que se contradice con la hostilidad
creciente después de cada atentado. La crisis educativa y laboral de los
jóvenes musulmanes discriminados requeriría darles una prioridad que los
ciudadanos rechazan. Y el sentimiento de humillación y marginación que muchos
sienten no se apacigua con buenas palabras.
Por otro lado, la anulación de la
referencia simbólica en Medio Oriente exigiría una victoria militar que buscan
Trump y Putin en este momento, pero que es improbable porque llevaría a nuevas
invasiones y más gastos en vidas y dinero que los ciudadanos occidentales no
están dispuestos a aceptar: “Que se maten entre ellos”, es la actitud general.
Y las medidas más eficaces contra el EI no se contemplan. En concreto, se
supone que el reino y los emiratos de la península Arábiga financian
indirectamente las huestes islámicas (por eso no sufren ataques), pero son
aliados esenciales de Estados Unidos que no se pueden tocar.
En esas condiciones, algunos dicen que “sólo nos
queda rezar”. Pues no es mala idea, no sólo por el valor de la plegaria, sino
como estrategia. Porque hacer una alianza de líderes religiosos cristianos y
musulmanes por la paz y la vida puede ser más eficaz que las bombas con
respecto de un movimiento de referencia religiosa, deslegitimando el
terrorismo. En eso está desde hace un tiempo la Comunidad de Sant’Egidio, en
colaboración con el papa Francisco y con su equivalente suní, el rector de la
mezquita Al Azhar de El Cairo, adonde fue Francisco hace unas semanas. Sólo la
paz de las mentes puede lograr la paz en el mundo. Porque todo lo demás está
fracasando y arrastra en su fracaso nuestra forma de ser.