La pisoteada dignidad del trabajo
Según los datos del Servicio Público de Empleo, en 2015, la mitad de
los contratos con tiempo determinado no llegaba a 7 días de contrato.
Otro 25% no llegaba al mes de duración y sólo el 4% superaba el año de
duración. Estos datos son los relativos a los contratos con tiempo
determinado de duración, que son el 60% del total. El 40% restante son
contratos de fin de obra o sin ningún tipo de duración predeterminada.
En ellos, lo más habitual es que su duración media no supere el mes,
siendo lo habitual una semana. Como vemos, según los datos oficiales que
son los más seguros, el empleo en España sigue precarizándose de forma
acelerada.
Desde 2007 ha aumentado la precarización del empleo y cada
vez es más difícil conseguir un empleo que dé cierta seguridad económica
a quien lo tiene. Esto nos lleva a una serie de consecuencias en
cascada que no son buenas ni para la economía ni para las personas.
Empecemos por la economía y dejemos lo importante para el final. Si
los trabajadores, en su mayoría, no tienen un empleo fijo tendrán muchas
dificultades para acceder a créditos e hipotecas que les permitan
consumir y así tirar de la economía. No olvidemos que el 50% del PIB
español depende del consumo. Esto repercute negativamente tanto en los
resultados de las empresas como en los impuestos que recauda la
Administración Estatal. Como ya hiciera Ford en su día, es preferible
que los obreros cobren un buen sueldo, y tengan seguridad, añadimos, con
el fin de que puedan comprar los productos de sus propias empresas.
Cuando una pareja, pongamos por caso, compra una casa mediante hipoteca
porque tienen un trabajo asegurado, se activa un proceso virtuoso en la
economía. El banco gana por la hipoteca, junto con el fedatario y los
seguros. Gana la empresa del agua y la luz, ganan las empresas de
mobiliario y gana el Estado por los impuestos que paga por la vivienda.
Si, además, esa pareja necesita un vehículo o transporte público y se
puede permitir salir los sábados a cenar y los veranos de turismo, o
tienen hijos, con lo que comporta de gasto, hemos cerrado un círculo
virtuoso en la economía. Supongamos dos sueldos medios de 1500 euros al
mes. Son 3000 euros. Con esos ingresos, en impuestos volverán al Estado,
por unos conceptos u otros, 1200 euros. Los otros 1800 casi se
consumirán y volverán a la economía, que a su vez repercutirán en más
impuestos para el Estado. En definitiva, generar puestos de
trabajo estable con sueldos dignos es bueno para todos y sale gratis.
Pero, la precariedad es la base para una economía sin fuelle que no
permite salir del atolladero.
Vamos ahora a lo más importante, las personas. Actualmente, una parte
importante de la población, entre un 25% y un 35%, no tiene empleo.
Esta situación los deja fuera de la sociedad directamente, sea porque no
reciben ingresos o porque son ingresos insuficientes. Del resto de la
población, los ingresos apenas cubren las necesidades en otro 25%.
Hablamos de los salarios inferiores a 900 euros al mes. Después hay un
grupo de otro 25% que tienen salarios entre 900 y 1200 euros, que apenas
les permite un nivel de vida aceptable. Hay un escaso 15% con salarios
adecuados, entre 1200 y 1800 y un grupo muy pequeño con salarios por
encima de la media. Los datos, por tanto, nos dicen que una
parte importante de los asalariados, más del 75%, y todos los parados,
apenas pueden pensar en sobrevivir o mantener un nivel estable. Cuando
una persona no tiene una expectativa de trabajo estable y sueldo seguro,
no puede hacer un proyecto. Pensemos en los jóvenes de entre
20 y 35 años (hasta ahí llega hoy la juventud), que no pueden acceder a
hipotecas, ni a alquileres, porque su empleo no es fijo ni su sueldo
suficiente. No pueden hacer ningún proyecto de vida y están siendo
expulsados a una nueva marginalidad; sólo les queda vivir el día a día,
sin pensar en el mañana, pues si piensan puede ser mucho peor. Estas
personas no tendrán, de seguir así, una pensión suficiente y serán
siempre pobres.
La economía que se ha fraguado en los últimos ocho años es una economía inhumana, pensada para la rentabilización del beneficio empresarial de algunos sectores, especialmente los ligados a la economía de sol y playa y la financierización. No es una economía para las personas, ni pensada para el Bien común, sino para el bien particular de unas élites económicas que han apostado por una España terciarizada, con empleos de baja calidad y una población dócil e indolente. Como puede colegir cualquier avezado lector, no se trata de hacer ninguna revolución, basta con poner la economía al servicio de las personas y conseguir que el Bien común sea el principio rector de nuestras políticas públicas. Pero, para eso, necesitamos una revolución en las mentalidades.
La economía que se ha fraguado en los últimos ocho años es una economía inhumana, pensada para la rentabilización del beneficio empresarial de algunos sectores, especialmente los ligados a la economía de sol y playa y la financierización. No es una economía para las personas, ni pensada para el Bien común, sino para el bien particular de unas élites económicas que han apostado por una España terciarizada, con empleos de baja calidad y una población dócil e indolente. Como puede colegir cualquier avezado lector, no se trata de hacer ninguna revolución, basta con poner la economía al servicio de las personas y conseguir que el Bien común sea el principio rector de nuestras políticas públicas. Pero, para eso, necesitamos una revolución en las mentalidades.
*Una anécdota: acabo de escuchar una conversación entre dos
trabajadores que tienen contrato de fin de obra, sin vacaciones, ni
sueldo estable, ni cobertura por desempleo, que los dan de baja en la
Seguridad Social semana sí y semana no. Se decía el uno al otro que como
entren los de la coleta nos van a poner peor que en Venezuela. El otro
respondía que sí, que vamos a perder hasta lo que tenemos. En fin, como
en el chiste aquél: "yo no voto a los comunistas porque me quitarán lo
que tengo. Pero, señor, si usted vive en una chabola. Sí, pero ¿y si me
toca la lotería?". Pues eso.
Bernardo Pérez Andreu
Religión Digital