Discutir el aborto por amor a la vida
Me cuesta creer que haya personas que defiendan el aborto por el
aborto. Implica eliminar la vida o interferir en un proceso vital que
culmina con la aparición de la vida humana. Yo personalmente estoy en
contra del aborto pues amo la vida en cada una de sus fases y en todas
sus formas.
Pero esta afirmación no me vuelve ciego a una realidad macabra que no
puede ser ignorada y que desafía el buen sentido y a los poderes
públicos. Cada año se hacen en Brasil cerca de 800 mil abortos
clandestinos. Cada dos días muere una mujer víctima de un aborto
clandestino mal asistido.
Esta realidad debe ser enfrentada no con la policía sino con una salud
pública responsable y con sentido realista. Considero farisaica la
actitud de aquellos que de forma intransigente defienden la vida
embrionaria y no adoptan la misma actitud ante los miles de niños
lanzados a la miseria, sin comida y sin cariño, deambulando por las
calles de nuestras ciudades. La vida debe ser amada en todas sus formas y
edades y no solo en su primer despertar en el seno de la madre.
Corresponde al Estado y a toda la sociedad crear las condiciones para
que las madres no necesiten abortar.
Yo mismo asistí, en las gradas de la catedral de Fortaleza, a una madre
famélica, pidiendo limosna y amamantando a su hijo con sangre de su
pecho. Era la figura del pelícano. Perplejo y lleno de compasión la
llevé hasta la casa del Cardenal Dom Aloisio Lorscheider donde le dimos
toda la asistencia posible. Incluso así ocurren abortos, siempre
dolorosos y que afectan profundamente a la psique de la madre. Narro lo
que escribió un eminente psicoanalista de la escuela junguiana de São
Paulo, Léon Bonaventure, narrado en la introducción que escribió a un
libro de otra psicoanalista junguiana italiana, Eva Pattis, titulado:
Aborto, pérdida y renovación: paradoja en la búsqueda de la identidad
femenina (Paulus 2001).
Cuenta Léon Bonaventure, con la sutileza de un fino psicoanalista para
quien la espiritualidad constituye una fuente de integración y de cura
de heridas del alma.
«Un sacerdote confesaba a una mujer que en el pasado había abortado.
Después de oír la confesión, le preguntó: “¿Qué nombre le diste a tu
hijo?” La mujer, sorprendida, quedó callada largo rato pues no había
dado nombre a su hijo.
“Entonces” –dijo el cura–, “vamos darle un nombre y si está usted de
acuerdo vamos a bautizarlo”. La mujer asintió con la cabeza y así lo
hicieron simbólicamente.
Después el cura hizo algunas consideraciones sobre el misterio de la
vida: “existe la vida” –dijo–, “que viene a la luz del día para ser para
vivida en la Tierra, durante 10, 50, 100 años. Otras vidas nunca van a
ver la luz del sol. En el calendario litúrgico católico existe, el día
28 de diciembre, la fiesta de los santos inocentes, los recién nacidos
que murieron gratuitamente cuando nació el Niño divino en Belén. Que ese
día sea también el día de la fiesta de tu hijo”.
Y siguió diciendo: “en la tradición cristiana el nacimiento de un hijo
es siempre un regalo de Dios, una bendición. En el pasado era costumbre
ir al templo para ofrecer el niño a Dios. Nunca es demasiado tarde para
que ofrezcas tu hijo a Dios”.
Terminó diciendo: “como ser humano no puedo juzgarte, si pecaste contra
la vida, el propio Dios de la vida puede reconciliarte con ella. Vete en
paz y vive”» (p. 9).
El Papa Francisco recomienda siempre misericordia, comprensión y ternura
en la relación de los sacerdotes con los fieles. Ese sacerdote vivió
avant la lettre esos valores profundamente humanos y que pertenecen a la
práctica del Jesús histórico. Que ellos puedan inspirar a otros
sacerdotes a tener la misma humanidad.