Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma 2015
Queridos hermanos y hermanas:
La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las
comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es un «tiempo de
gracia» (2 Co 6,2). Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes:
«Nosotros amemos a Dios porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Él no es
indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos
conoce por nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada
uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que
nos sucede. Pero ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto,
nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos
interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que
padecen... Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy
relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esta
actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión
mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la
indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que afrontar como
cristianos.
Cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra las
respuestas a las preguntas que la historia le plantea continuamente. Uno
de los desafíos más urgentes sobre los que quiero detenerme en este
Mensaje es el de la globalización de la indiferencia.
La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real
también para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada Cuaresma
el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan.
Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a
su Hijo por la salvación de cada hombre. En la encarnación, en la vida
terrena, en la muerte y resurrección del Hijo de Dios, se abre
definitivamente la puerta entre Dios y el hombre, entre el cielo y la
tierra. Y la Iglesia es como la mano que tiene abierta esta puerta
mediante la proclamación de la Palabra, la celebración de los
sacramentos, el testimonio de la fe que actúa por la caridad (cf. Ga
5,6). Sin embargo, el mundo tiende a cerrarse en sí mismo y a cerrar la
puerta a través de la cual Dios entra en el mundo y el mundo en Él. Así,
la mano, que es la Iglesia, nunca debe sorprenderse si es rechazada,
aplastada o herida.
El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de renovación, para no ser
indiferente y para no cerrarse en sí mismo. Querría proponerles tres
pasajes para meditar acerca de esta renovación.
1. «Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26)
La Iglesia
La Iglesia
La caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal en sí mismos de la
indiferencia, nos la ofrece la Iglesia con sus enseñanzas y, sobre todo,
con su testimonio. Sin embargo, sólo se puede testimoniar lo que antes
se ha experimentado. El cristiano es aquel que permite que Dios lo
revista de su bondad y misericordia, que lo revista de Cristo, para
llegar a ser como Él, siervo de Dios y de los hombres. Nos lo recuerda
la liturgia del Jueves Santo con el rito del lavatorio de los pies.
Pedro no quería que Jesús le lavase los pies, pero después entendió que
Jesús no quería ser sólo un ejemplo de cómo debemos lavarnos los pies
unos a otros. Este servicio sólo lo puede hacer quien antes se ha dejado
lavar los pies por Cristo. Sólo éstos tienen “parte” con Él (Jn 13,8) y
así pueden servir al hombre.
La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos servir por Cristo y así
llegar a ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios y
cuando recibimos los sacramentos, en particular la Eucaristía. En ella
nos convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. En él no hay
lugar para la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en
nuestros corazones. Quien es de Cristo pertenece a un solo cuerpo y en
Él no se es indiferente hacia los demás. «Si un miembro sufre, todos
sufren con él; y si un miembro es honrado, todos se alegran con él» (1
Co 12,26).
La Iglesia es communio sanctorum porque en ella participan los santos,
pero a su vez porque es comunión de cosas santas: el amor de Dios que se
nos reveló en Cristo y todos sus dones. Entre éstos está también la
respuesta de cuantos se dejan tocar por ese amor. En esta comunión de
los santos y en esta participación en las cosas santas, nadie posee sólo
para sí mismo, sino que lo que tiene es para todos. Y puesto que
estamos unidos en Dios, podemos hacer algo también por quienes están
lejos, por aquellos a quienes nunca podríamos llegar sólo con nuestras
fuerzas, porque con ellos y por ellos rezamos a Dios para que todos nos
abramos a su obra de salvación.
2. «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9)
Las parroquias y las comunidades
Las parroquias y las comunidades
Lo que hemos dicho para la Iglesia universal es necesario traducirlo en
la vida de las parroquias y comunidades. En estas realidades eclesiales
¿se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo? ¿Un
cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que
conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de
ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los
que están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de
su propia puerta cerrada? (cf. Lc 16,19-31). Para recibir y hacer
fructificar plenamente lo que Dios nos da es preciso superar los
confines de la Iglesia visible en dos direcciones.
En primer lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo en la oración. Cuando
la Iglesia terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y de bien
mutuos que llega ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su
plenitud en Dios, formamos parte de la comunión en la cual el amor vence
la indiferencia. La Iglesia del cielo no es triunfante porque ha dado
la espalda a los sufrimientos del mundo y goza en solitario. Los santos
ya contemplan y gozan, gracias a que, con la muerte y la resurrección de
Jesús, vencieron definitivamente la indiferencia, la dureza de corazón y
el odio. Hasta que esta victoria del amor no inunde todo el mundo, los
santos caminan con nosotros, todavía peregrinos. Santa Teresa de
Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía convencida de que la alegría en
el cielo por la victoria del amor crucificado no es plena mientras haya
un solo hombre en la tierra que sufra y gima: «Cuento mucho con no
permanecer inactiva en el cielo, mi deseo es seguir trabajando para la
Iglesia y para las almas» (Carta 254,14 julio 1897).
También nosotros participamos de los méritos y de la alegría de los
santos, así como ellos participan de nuestra lucha y nuestro deseo de
paz y reconciliación. Su alegría por la victoria de Cristo resucitado es
para nosotros motivo de fuerza para superar tantas formas de
indiferencia y de dureza de corazón.
Por otra parte, toda comunidad cristiana está llamada a cruzar el umbral
que la pone en relación con la sociedad que la rodea, con los pobres y
los alejados. La Iglesia por naturaleza es misionera, no debe quedarse
replegada en sí misma, sino que es enviada a todos los hombres.
Esta misión es el testimonio paciente de Aquel que quiere llevar toda la
realidad y cada hombre al Padre. La misión es lo que el amor no puede
callar. La Iglesia sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a cada
hombre, hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Así podemos ver
en nuestro prójimo al hermano y a la hermana por quienes Cristo murió y
resucitó. Lo que hemos recibido, lo hemos recibido también para ellos.
E, igualmente, lo que estos hermanos poseen es un don para la Iglesia y
para toda la humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, cuánto deseo que los lugares en los que se
manifiesta la Iglesia, en particular nuestras parroquias y nuestras
comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la
indiferencia.
3. «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8)
La persona creyente
La persona creyente
También como individuos tenemos la tentación de la indiferencia. Estamos saturados de
noticias e imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento humano y, al
mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para intervenir. ¿Qué
podemos hacer para no dejarnos absorber por esta espiral de horror y de
impotencia?
En primer lugar, podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y
celestial. No olvidemos la fuerza de la oración de tantas personas. La
iniciativa 24 horas para el Señor, que deseo que se celebre en toda la
Iglesia —también a nivel diocesano—, en los días 13 y 14 de marzo, es
expresión de esta necesidad de la oración.
En segundo lugar, podemos ayudar con gestos de caridad, llegando tanto a
las personas cercanas como a las lejanas, gracias a los numerosos
organismos de caridad de la Iglesia. La Cuaresma es un tiempo propicio
para mostrar interés por el otro, con un signo concreto, aunque sea
pequeño, de nuestra participación en la misma humanidad.
Y, en tercer lugar, el sufrimiento del otro constituye un llamado a la
conversión, porque la necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de
mi vida, mi dependencia de Dios y de los hermanos. Si pedimos
humildemente la gracia de Dios y aceptamos los límites de nuestras
posibilidades, confiaremos en las infinitas posibilidades que nos
reserva el amor de Dios. Y podremos resistir a la tentación diabólica
que nos hace creer que nosotros solos podemos salvar al mundo y a
nosotros mismos.
Para superar la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia,
quiero pedir a todos que este tiempo de Cuaresma se viva como un camino
de formación del corazón, como dijo Benedicto XVI (Ct. enc. Deus caritas
est, 31). Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón
débil. Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte,
firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje
impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos
llevan a los hermanos y hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que
conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro.
Por esto, queridos hermanos y hermanas, deseo orar con ustedes a Cristo
en esta Cuaresma: “Fac cor nostrum secundum Cor tuum”: “Haz nuestro
corazón semejante al tuyo” (Súplica de las Letanías al Sagrado Corazón
de Jesús). De ese modo tendremos un corazón fuerte y misericordioso,
vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en
el vértigo de la globalización de la indiferencia.
Con este deseo, aseguro mi oración para que todo creyente y toda
comunidad eclesial recorra provechosamente el itinerario cuaresmal, y
les pido que recen por mí. Que el Señor los bendiga y la Virgen los
guarde.
Papa FRANCISCO