Discurso íntegro del Papa
Francisco
en el Parlamento Europeo
Señor Presidente, Señoras y Señores
Vicepresidentes,
Señoras y Señores Eurodiputados,
Trabajadores en los distintos ámbitos de este
hemiciclo,
Queridos amigos
Les
agradezco que me hayan invitado a tomar la palabra ante esta institución
fundamental de la vida de la Unión Europea, y por la oportunidad que me ofrecen
de dirigirme, a través de ustedes, a los más de quinientos millones de
ciudadanos de los 28 Estados miembros a quienes representan. Agradezco
particularmente a usted, Señor Presidente del Parlamento, las cordiales
palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos los miembros de la
Asamblea.
Mi visita
tiene lugar más de un cuarto de siglo después de la del Papa Juan Pablo II. Muchas
cosas han cambiado desde entonces, en Europa y en todo el mundo. No existen los
bloques contrapuestos que antes dividían el Continente en dos, y se está
cumpliendo lentamente el deseo de que «Europa, dándose soberanamente
instituciones libres, pueda un día ampliarse a las dimensiones que le han dado
la geografía y aún más la historia».(1)
Junto a una
Unión Europea más amplia, existe un mundo más complejo y en rápido movimiento.
Un mundo cada vez más interconectado y global, y, por eso, siempre menos «eurocéntrico».
Sin embargo, una Unión más amplia, más influyente, parece ir acompañada de la
imagen de una Europa un poco envejecida y reducida, que tiende a sentirse menos
protagonista en un contexto que la contempla a menudo con distancia,
desconfianza y, tal vez, con sospecha.
Al
dirigirme hoy a ustedes desde mi vocación de Pastor, deseo enviar a todos los
ciudadanos europeos un mensaje de esperanza y de aliento. Un mensaje de
esperanza basado en la confianza de que las dificultades puedan convertirse en
fuertes promotoras de unidad, para vencer todos los miedos que Europa – junto a
todo el mundo – está atravesando. Esperanza en el Señor, que transforma el mal
en bien y la muerte en vida.
Un mensaje
de aliento para volver a la firme convicción de los Padres fundadores de la
Unión Europea, los cuales deseaban un futuro basado en la capacidad de trabajar
juntos para superar las divisiones, favoreciendo la paz y la comunión entre
todos los pueblos del Continente.
En el centro de este ambicioso proyecto político se
encontraba la confianza en el hombre, no tanto como ciudadano o sujeto
económico, sino en el hombre como persona dotada de una dignidad trascendente.
Quisiera
subrayar, ante todo, el estrecho vínculo que existe entre estas dos palabras:
«dignidad» y «trascendente».
La
«dignidad» es la palabra clave que ha caracterizado el proceso de recuperación
en la segunda postguerra. Nuestra historia reciente se distingue por la
indudable centralidad de la promoción de la dignidad humana contra las
múltiples violencias y discriminaciones, que no han faltado, tampoco en Europa,
a lo largo de los siglos. La percepción de la importancia de los derechos
humanos nace precisamente como resultado de un largo camino, hecho también de
muchos sufrimientos y sacrificios, que ha contribuido a formar la conciencia
del valor de cada persona humana, única e irrepetible. Esta conciencia cultural
encuentra su fundamento no sólo en los eventos históricos, sino, sobre todo, en
el pensamiento europeo, caracterizado por un rico encuentro, cuyas múltiples y
lejanas fuentes provienen de Grecia y Roma, de los ambientes celtas, germánicos
y eslavos, y del cristianismo que los marcó profundamente, (2) dando lugar al
concepto de «persona».
Hoy, la
promoción de los derechos humanos desempeña un papel central en el compromiso
de la Unión Europea, con el fin de favorecer la dignidad de la persona, tanto
en su seno como en las relaciones con los otros países. Se trata de un
compromiso importante y admirable, pues persisten demasiadas situaciones en las
que los seres humanos son tratados como objetos, de los cuales se puede
programar la concepción, la configuración y la utilidad, y que después pueden
ser desechados cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos.
Efectivamente,
¿qué dignidad existe cuando falta la posibilidad de expresar libremente el
propio pensamiento o de profesar sin constricción la propia fe religiosa? ¿Qué
dignidad es posible sin un marco jurídico claro, que limite el dominio de la
fuerza y haga prevalecer la ley sobre la tiranía del poder? ¿Qué dignidad puede
tener un hombre o una mujer cuando es objeto de todo tipo de discriminación?
¿Qué dignidad podrá encontrar una persona que no tiene qué comer o el mínimo
necesario para vivir o, todavía peor, el trabajo que le otorga dignidad?
Promover la
dignidad de la persona significa reconocer que posee derechos inalienables, de
los cuales no puede ser privada arbitrariamente por nadie y, menos aún, en
beneficio de intereses económicos.
Es
necesario prestar atención para no caer en algunos errores que pueden nacer de
una mala comprensión de los derechos humanos y de un paradójico mal uso de los
mismos. Existe hoy, en efecto, la tendencia hacia una reivindicación siempre
más amplia de los derechos individuales, que esconde una concepción de persona
humana desligada de todo contexto social y antropológico, casi como una
«mónada» (μονάς), cada vez más insensible a las otras «mónadas» de su
alrededor. Parece que el concepto de derecho ya no se asocia al de deber,
igualmente esencial y complementario, de modo que se afirman los derechos del
individuo sin tener en cuenta que cada ser humano está unido a un contexto
social, en el cual sus derechos y deberes están conectados a los de los demás y
al bien común de la sociedad misma.
Considero por esto que es vital profundizar hoy en
una cultura de los derechos humanos que pueda unir sabiamente la dimensión
individual, o mejor, personal, con la del bien
común, con ese «todos nosotros» formado por individuos,
familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social. (3) En efecto,
si el derecho de cada uno no está armónicamente ordenado al bien más grande,
termina por concebirse sin limitaciones y, consecuentemente, se transforma en
fuente de conflictos y de violencias.
Así, hablar de la dignidad
trascendente del hombre, significa
apelarse a su naturaleza, a su innata capacidad de distinguir el bien del mal,
a esa «brújula» inscrita en nuestros corazones y que Dios ha impreso en el
universo creado; (4) significa sobre todo mirar al hombre no como un absoluto,
sino como un ser
relacional. Una de las enfermedades que veo más extendidas hoy en
Europa es la soledad,
propia de quien no tiene lazo alguno. Se ve particularmente en los ancianos, a
menudo abandonados a su destino, como también en los jóvenes sin puntos de
referencia y de oportunidades para el futuro; se ve igualmente en los numerosos
pobres que pueblan nuestras ciudades y en los ojos perdidos de los inmigrantes
que han venido aquí en busca de un futuro mejor.
Esta
soledad se ha agudizado por la crisis económica, cuyos efectos perduran todavía
con consecuencias dramáticas desde el punto de vista social. Se puede constatar
que, en el curso de los últimos años, junto al proceso de ampliación de la
Unión Europea, ha ido creciendo la desconfianza de los ciudadanos respecto a
instituciones consideradas distantes, dedicadas a establecer reglas que se
sienten lejanas de la sensibilidad de cada pueblo, e incluso dañinas.
Desde
muchas partes se recibe una impresión general de cansancio y de envejecimiento,
de una Europa anciana que ya no es fértil ni vivaz. Por lo que los grandes
ideales que han inspirado Europa parecen haber perdido fuerza de atracción, en
favor de los tecnicismos burocráticos de sus instituciones.
A eso se
asocian algunos estilos de vida un tanto egoístas, caracterizados por una
opulencia insostenible y a menudo indiferente respecto al mundo circunstante, y
sobre todo a los más pobres. Se constata amargamente el predominio de las
cuestiones técnicas y económicas en el centro del debate político, en
detrimento de una orientación antropológica auténtica (5). El ser humano corre
el riesgo de ser reducido a un mero engranaje de un mecanismo que lo trata como
un simple bien de consumo para ser utilizado, de modo que – lamentablemente lo
percibimos a menudo –, cuando la vida ya no sirve a dicho mecanismo se la
descarta sin tantos reparos, como en el caso de los enfermos terminales, de los
ancianos abandonados y sin atenciones, o de los niños asesinados antes de
nacer.
Este es el gran equívoco que se produce «cuando
prevalece la absolutización de la técnica»,6 que termina por causar «una
confusión entre los fines y los medios».7 Es el resultado inevitable de la «cultura
del descarte» y del «consumismo exasperado». Al contrario,
afirmar la dignidad de la persona significa reconocer el valor de la vida
humana, que se nos da gratuitamente y, por eso, no puede ser objeto de
intercambio o de comercio. Ustedes, en su vocación de parlamentarios, están
llamados también a una gran misión, aunque pueda parecer inútil:
Preocuparse
de la fragilidad de los pueblos y de las personas. Cuidar la fragilidad quiere
decir fuerza y ternura, lucha y fecundidad, en medio de un modelo funcionalista
y privatista que conduce inexorablemente a la «cultura del descarte». Cuidar de
la fragilidad de las personas y de los pueblos significa proteger la memoria y
la esperanza; significa hacerse cargo del presente en su situación más marginal
y angustiante, y ser capaz de dotarlo de dignidad.8
Por lo tanto, ¿cómo
devolver la esperanza al futuro, de manera que, partiendo de las jóvenes
generaciones, se encuentre la confianza para perseguir el gran ideal de una
Europa unida y en paz, creativa y emprendedora, respetuosa de los derechos y
consciente de los propios deberes? Para responder a esta pregunta,
permítanme recurrir a una imagen. Uno de los más célebres frescos de Rafael que
se encuentra en el Vaticano representa la Escuela
de Atenas. En
el centro están Platón y Aristóteles. El primero con el dedo apunta hacia lo
alto, hacia el mundo de las ideas, podríamos decir hacia el cielo; el segundo
tiende la mano hacia delante, hacia el observador, hacia la tierra, la realidad
concreta. Me parece una imagen que describe bien a Europa en su historia, hecha
de un permanente encuentro entre el cielo y la tierra, donde el cielo indica la
apertura a lo trascendente, a Dios, que ha caracterizado desde siempre al
hombre europeo, y la tierra representa su capacidad práctica y concreta de
afrontar las situaciones y los problemas.
El futuro de Europa depende del redescubrimiento
del nexo vital e inseparable entre estos dos elementos. Una Europa que no es
capaz de abrirse a la dimensión trascendente de la vida es una Europa que corre
el riesgo de perder lentamente la propia alma y también aquel «espíritu
humanista» que, sin embargo, ama y defiende.
Precisamente
a partir de la necesidad de una apertura a la trascendencia, deseo afirmar la
centralidad de la persona humana, que de otro modo estaría en manos de las
modas y poderes del momento. En este sentido, considero fundamental no sólo el
patrimonio que el cristianismo ha dejado en el pasado para la formación
cultural del continente, sino, sobre todo, la contribución que pretende dar hoy
y en el futuro para su crecimiento. Dicha contribución no constituye un peligro
para la laicidad de los Estados y para la independencia de las instituciones de
la Unión, sino que es un enriquecimiento. Nos lo indican los ideales que la han
formado desde el principio, como son: la paz, la subsidiariedad, la solidaridad
recíproca y un humanismo centrado sobre el respeto de la dignidad de la
persona.
Por ello,
quisiera renovar la disponibilidad de la Santa Sede y de la Iglesia Católica, a
través de la Comisión de las Conferencias Episcopales Europeas (COMECE), para mantener
un diálogo provechoso, abierto y trasparente con las instituciones de la Unión
Europea. Estoy igualmente convencido de que una Europa capaz de apreciar las
propias raíces religiosas, sabiendo aprovechar su riqueza y potencialidad,
puede ser también más fácilmente inmune a tantos extremismos que se expanden en
el mundo actual, también por el gran vacío en el ámbito de los ideales, como lo
vemos en el así llamado Occidente, porque «es precisamente este olvido de Dios,
en lugar de su glorificación, lo que engendra la violencia».9
A este
respecto, no podemos olvidar aquí las numerosas injusticias y persecuciones que
sufren cotidianamente las minorías religiosas, y particularmente cristianas, en
diversas partes del mundo. Comunidades y personas que son objeto de crueles
violencias: expulsadas de sus propias casas y patrias; vendidas como esclavas;
asesinadas, decapitadas, crucificadas y quemadas vivas, bajo el vergonzoso y
cómplice silencio de tantos.
El lema de la Unión Europea es Unidad en la diversidad, pero la unidad no significa
uniformidad política, económica, cultural, o de pensamiento. En realidad, toda
auténtica unidad vive de la riqueza de la diversidad que la compone: como una
familia, que está tanto más unida cuanto cada uno de sus miembros puede ser más
plenamente sí mismo sin temor. En este sentido, considero que Europa es una
familia de pueblos, que podrán sentir cercanas las instituciones de la Unión si
estas saben conjugar sabiamente el anhelado ideal de la unidad, con la
diversidad propia de cada uno, valorando todas las tradiciones; tomando
conciencia de su historia y de sus raíces; liberándose de tantas manipulaciones
y fobias. Poner en el centro la persona humana significa sobre todo dejar que
muestre libremente el propio rostro y la propia creatividad, sea en el ámbito
particular que como pueblo.
Por otra
parte, las peculiaridades de cada uno constituyen una auténtica riqueza en la
medida en que se ponen al servicio de todos. Es preciso recordar siempre la
arquitectura propia de la Unión Europea, construida sobre los principios de
solidaridad y subsidiariedad, de modo que prevalezca la ayuda mutua y se pueda
caminar, animados por la confianza recíproca.
En esta
dinámica de unidad-particularidad, se les plantea también, Señores y Señoras Eurodiputados,
la exigencia de hacerse cargo de mantener viva la democracia de los pueblos de
Europa. No se nos oculta que una concepción uniformadora de la globalidad daña
la vitalidad del sistema democrático, debilitando el contraste rico, fecundo y
constructivo, de las organizaciones y de los partidos políticos entre sí. De
esta manera se corre el riesgo de vivir en el reino de la idea, de la mera
palabra, de la imagen, del sofisma… y se termina por confundir la realidad de
la democracia con un nuevo nominalismo político. Mantener viva la democracia en
Europa exige evitar tantas «maneras globalizantes» de diluir la realidad: los
purismos angélicos, los totalitarismos de lo relativo, los fundamentalismos
ahistóricos, los eticismos sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría.10
Mantener
viva la realidad de las democracias es un reto de este momento histórico,
evitando que su fuerza real – fuerza política expresiva de los pueblos – sea
desplazada ante las presiones de intereses multinacionales no universales, que
las hacen más débiles y las trasforman en sistemas uniformadores de poder
financiero al servicio de imperios desconocidos. Este es un reto que hoy la
historia nos ofrece.
Dar
esperanza a Europa no significa sólo reconocer la centralidad de la persona
humana, sino que implica también favorecer sus cualidades. Se trata por eso de
invertir en ella y en todos los ámbitos en los que sus talentos se forman y dan
fruto. El primer ámbito es seguramente el de la educación, a partir de la
familia, célula fundamental y elemento precioso de toda sociedad. La familia
unida, fértil e indisoluble trae consigo los elementos fundamentales para dar
esperanza al futuro. Sin esta solidez se acaba construyendo sobre arena, con
graves consecuencias sociales. Por otra parte, subrayar la importancia de la
familia, no sólo ayuda a dar prospectivas y esperanza a las nuevas
generaciones, sino también a los numerosos ancianos, muchas veces obligados a
vivir en condiciones de soledad y de abandono porque no existe el calor de un hogar
familiar capaz de acompañarles y sostenerles.
Junto a la
familia están las instituciones educativas: las escuelas y universidades. La
educación no puede limitarse a ofrecer un conjunto de conocimientos técnicos,
sino que debe favorecer un proceso más complejo de crecimiento de la persona
humana en su totalidad. Los jóvenes de hoy piden poder tener una formación
adecuada y completa para mirar al futuro con esperanza, y no con desilusión.
Numerosas son las potencialidades creativas de Europa en varios campos de la
investigación científica, algunos de los cuales no están explorados todavía
completamente. Baste pensar, por ejemplo, en las fuentes alternativas de
energía, cuyo desarrollo contribuiría mucho a la defensa del ambiente.
Europa ha
estado siempre en primera línea de un loable compromiso en favor de la
ecología. En efecto, esta tierra nuestra necesita de continuos cuidados y
atenciones, y cada uno tiene una responsabilidad personal en la custodia de la
creación, don precioso que Dios ha puesto en las manos de los hombres. Esto
significa, por una parte, que la naturaleza está a nuestra disposición, podemos
disfrutarla y hacer buen uso de ella; por otra parte, significa que no somos
los dueños. Custodios, pero no dueños. Por eso la debemos amar y respetar.
«Nosotros en cambio nos guiamos a menudo por la soberbia de dominar, de poseer,
de manipular, de explotar; no la “custodiamos”, no la respetamos, no la
consideramos como un don gratuito que hay que cuidar».11 Respetar el ambiente
no significa sólo limitarse a evitar estropearlo, sino también utilizarlo para
el bien. Pienso sobre todo en el sector agrícola, llamado a dar sustento y
alimento al hombre. No se puede tolerar que millones de personas en el mundo
mueran de hambre, mientras toneladas de restos de alimentos se desechan cada
día de nuestras mesas. Además, el respeto por la naturaleza nos recuerda que el
hombre mismo es parte fundamental de ella. Junto a una ecología ambiental, se
necesita una ecología humana, hecha del respeto de la persona, que hoy he
querido recordar dirigiéndome a ustedes.
El segundo
ámbito en el que florecen los talentos de la persona humana es el trabajo. Es
hora de favorecer las políticas de empleo, pero es necesario sobre todo volver
a dar dignidad al trabajo, garantizando también las condiciones adecuadas para
su desarrollo. Esto implica, por un lado, buscar nuevos modos para conjugar la
flexibilidad del mercado con la necesaria estabilidad y seguridad de las
perspectivas laborales, indispensables para el desarrollo humano de los
trabajadores; por otro lado, significa favorecer un adecuado contexto social,
que no apunte a la explotación de las personas, sino a garantizar, a través del
trabajo, la posibilidad de construir una familia y de educar los hijos.
Es
igualmente necesario afrontar juntos la cuestión migratoria. No se puede
tolerar que el mar Mediterráneo se convierta en un gran cementerio. En las
barcazas que llegan cotidianamente a las costas europeas hay hombres y mujeres
que necesitan acogida y ayuda. La ausencia de un apoyo recíproco dentro de la
Unión Europea corre el riesgo de incentivar soluciones particularistas del
problema, que no tienen en cuenta la dignidad humana de los inmigrantes,
favoreciendo el trabajo esclavo y continuas tensiones sociales. Europa será capaz
de hacer frente a las problemáticas asociadas a la inmigración si es capaz de
proponer con claridad su propia identidad cultural y poner en práctica
legislaciones adecuadas que sean capaces de tutelar los derechos de los
ciudadanos europeos y de garantizar al mismo tiempo la acogida a los
inmigrantes; si es capaz de adoptar políticas correctas, valientes y concretas
que ayuden a los países de origen en su desarrollo sociopolítico y a la
superación de sus conflictos internos – causa principal de este fenómeno –, en
lugar de políticas de interés, que aumentan y alimentan estos conflictos. Es
necesario actuar sobre las causas y no solamente sobre los efectos.
Señor Presidente, Excelencias, Señoras y Señores
Diputados:
Ser
conscientes de la propia identidad es necesario también para dialogar en modo
propositivo con los Estados que han solicitado entrar a formar parte de la
Unión en el futuro.
Pienso
sobre todo en los del área balcánica, para los que el ingreso en la Unión
Europea puede responder al ideal de paz en una región que ha sufrido mucho por
los conflictos del pasado. Por último, la conciencia de la propia identidad es
indispensable en las relaciones con los otros países vecinos, particularmente
con aquellos de la cuenca mediterránea, muchos de los cuales sufren a causa de
conflictos internos y por la presión del fundamentalismo religioso y del
terrorismo internacional.
A ustedes,
legisladores, les corresponde la tarea de custodiar y hacer crecer la identidad
europea, de modo que los ciudadanos encuentren de nuevo la confianza en las
instituciones de la Unión y en el proyecto de paz y de amistad en el que se
fundamentan. Sabiendo que «cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más
amplia es su responsabilidad individual y colectiva».12 Les exhorto, pues, a
trabajar para que Europa redescubra su alma buena.
Un autor
anónimo del s. II escribió que «los cristianos representan en el mundo lo que
el alma al cuerpo».13 La función del alma es la de sostener el cuerpo, ser su
conciencia y la memoria histórica. Y dos mil años de historia unen a Europa y
al cristianismo. Una historia en la que no han faltado conflictos y errores,
pero siempre animada por el deseo de construir para el bien. Lo vemos en la
belleza de nuestras ciudades, y más aún, en la de múltiples obras de caridad y
de edificación común que constelan el Continente. Esta historia, en gran parte,
debe ser todavía escrita. Es nuestro presente y también nuestro futuro. Es
nuestra identidad. Europa tiene una gran necesidad de redescubrir su rostro para
crecer, según el espíritu de sus Padres fundadores, en la paz y en la
concordia, porque ella misma no está todavía libre de conflictos.
Queridos
Eurodiputados, ha llegado la hora de construir juntos la Europa que no gire en
torno a la economía, sino a la sacralidad de la persona humana, de los valores
inalienables; la Europa que abrace con valentía su pasado, y mire con confianza
su futuro para vivir plenamente y con esperanza su presente. Ha llegado el
momento de abandonar la idea de una Europa atemorizada y replegada sobre sí
misma, para suscitar y promover una Europa protagonista, transmisora de
ciencia, arte, música, valores humanos y también de fe. La Europa que contempla
el cielo y persigue ideales; la Europa que mira, defiende y tutela al hombre; la
Europa que camina sobre la tierra segura y firme, precioso punto de referencia
para toda la humanidad.
Gracias.
____________________
1 Juan Pablo II, Discurso
al Parlamento Europeo, 11
octubre 1988, 5.
2 Juan Pablo II, Discurso
a la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, 8 octubre 1988, 3 Cf. Benedicto
XVI,
Caritas in veritate, 7; Con. Ecum. Vat. II,
Const. past. Gaudium et spes, 26.
4 Compendio
de la doctrina social de la Iglesia, 37.