ALGO MÁS QUE UNA FICCIÓN
A propósito de “Los Miserables”
GABRIEL Mª OTALORA,
ECLESALIA, 14/01/13.- Tan propio de la naturaleza humana es querer escabullirse cuando uno no ha obrado bien y echar la culpa al otro, como anteponer el bien de los demás al de uno mismo. Ahora que Los Miserables de Víctor Hugo vuelve a estar de moda en versión adaptada al cine, tenemos en el protagonista Jean Valjean un ejemplo eterno de lo que procuran el amor y el perdón, del valiente capaz de auto inculparse por evitar la cárcel a un inocente. O el ejemplo del humilde obispo Bienvenu Myriel, que acoge a Valjean dándole cobijo y comida ante al rechazo de todo el pueblo cuando vuelve estigmatizado como ex-presidiario; y
todo por robar unas hogazas de pan para dárselas a unos niños hambrientos, que le costaron cinco años de presidio.
Pero en mitad de la noche, Valjean le roba unos cubiertos de plata, lo único de valor que poseía el obispo, puesto que todo lo que recibía lo destinaba para ayudar a los pobres. Al huir del pueblo lo detiene la policía con los cubiertos y lo llevan ante el obispo, quien de nuevo lo salva, diciendo que él le había regalado aquellos objetos para que empezara una nueva vida. Además le dice que se había olvidado llevarse los candelabros (también de plata) que igualmente le había regalado. La humildad y bondad del obispo operan en Jean Valjean como un revulsivo que cura sus heridas y lo convierte en un hombre bueno y sensible, capaz de realizar gestos heroicos con los necesitados.
Estas y otras conductas inventadas por Víctor Hugo también son patrimonio de la realidad humana universal. Basta fijarse en las biografías, sobre todo cuando narran tiempos de penuria y extrema necesidad, para reconocer a “Valjeanes” y “Myrieles” bien cerca nuestro. Es las épocas bonancibles cuando menos dispuestos estamos a salvar al vecino, y tampoco a asumir la propia culpa aunque se deriven consecuencias dolorosas para otras personas.
Las obras imperecederas como Los miserables tienen la ventaja de que no suelen ser pasto de la acostumbrada censura social imperante sobre cualquier mensaje moral y ético que se oponga frontalmente a los valores posmodernos de liquidez ética e individualismo que cosifican al ser humano y lo reducen a simples relaciones consumistas y de utilidad. Como afirma Vargas Losa en su recomendable ensayo La tentación de lo imposible (Alfaguara) en torno a esta novela: “No hay la menor duda de que Los miserables es una de esas obras que en la historia de la literatura han hecho desear a más hombres y más mujeres de todas las lenguas y culturas un mundo más justo, más racional y más bello que aquél en el que vivían”.
Afortunadamente, el Espíritu sopla donde quiere, y no solo donde le dice que lo haga la conservadora jerarquía católica. Por eso resulta reconfortante y esperanzador que muchas personas que no hallan nada de interés para sus vidas en el escaparate religioso oficial, puedan encontrar los mejores valores evangélicos viendo una película basada en una novela decimonónica impregnada de valores aletargados -como les ocurre a los Thénardier- que sin embargo todos llevamos dentro y por los que la humanidad ansía caminar, a pesar de que el consumismo haya logrado difuminarlos hasta el extremo.
La pena es que el principal personaje de la novela, el desmesurado narrador, no aparece como tal en la película. Aun así, el mensaje de sus interpolaciones éticas y orientaciones refuerzan el papel de los personajes de esta obra con pretensiones extraordinarias capaces de desbordar la propia historia novelesca, ambientada en la Revolución de 1830, que no es más un pretexto para lograr sus verdaderos objetivos que hoy nos siguen cuestionando. Por ejemplo: no debemos protestar contra la religión sino contra las actitudes que la falsifican.
Feliz sentada cinematográfica, aunque se logrará mayor vitalidad torrencial si la decisión pasa también por hincarle el diente a la novela.