dimarts, 30 de setembre del 2025

El mensaje del Papa León XIV para todo migrante y refugiado

 


MENSAJE DEL SANTO PADRE LEÓN XIV
PARA LA 111.ª JORNADA MUNDIAL DEL MIGRANTE Y DEL REFUGIADO 2025

[4-5 de octubre de 2025]

Migrantes, misioneros de esperanza

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

La 111.ª Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, que mi predecesor quiso que coincidiera con el Jubileo de los migrantes y del mundo misionero, nos ofrece la oportunidad de reflexionar sobre el vínculo entre esperanza, migración y misión.

El contexto mundial actual está tristemente marcado por guerras, violencia, injusticias y fenómenos meteorológicos extremos, que obligan a millones de personas a abandonar su tierra natal en busca de refugio en otros lugares. La tendencia generalizada de velar exclusivamente por los intereses de comunidades circunscritas constituye una grave amenaza para la asignación de responsabilidades, la cooperación multilateral, la consecución del bien común y la solidaridad global en beneficio de toda la familia humana. La perspectiva de una nueva carrera armamentística y el desarrollo de nuevas armas ―incluidas las nucleares―, la escasa consideración de los efectos nefastos de la crisis climática actual y las profundas desigualdades económicas hacen que los retos del presente y del futuro sean cada vez más difíciles.

Ante las teorías de devastación global y escenarios aterradores, es importante que crezca en el corazón de la mayoría el deseo de esperar un futuro de dignidad y paz para todos los seres humanos. Ese futuro es parte esencial del proyecto de Dios para la humanidad y el resto de la creación. Se trata del futuro mesiánico anticipado por los profetas: «Los ancianos y las ancianas se sentarán de nuevo en las plazas de Jerusalén, cada uno con su bastón en la mano, a causa de sus muchos años. Las plazas de la ciudad se llenarán de niños y niñas, que jugarán en ellas. […] Porque hay semillas de paz: la viña dará su fruto, la tierra sus productos y el cielo su rocío» (Zc 8,4-5.12). Y este futuro ya ha comenzado, porque fue inaugurado por Jesucristo (cf. Mc 1,15 y Lc 17,21) y nosotros creemos y esperamos en su plena realización, ya que el Señor siempre cumple sus promesas.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que «la virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres» (n° 1818). Y sin duda, la búsqueda de la felicidad —y la perspectiva de encontrarla en otro lugar— es una de las principales motivaciones de la movilidad humana contemporánea.

Esta conexión entre migración y esperanza se manifiesta claramente en muchas de las experiencias migratorias de nuestros días. Numerosos migrantes, refugiados y desplazados son testigos privilegiados de la esperanza vivida en la cotidianidad, a través de su confianza en Dios y su resistencia a las adversidades con vistas a un futuro en el que vislumbran la llegada de la felicidad y el desarrollo humano integral. En ellos se renueva la experiencia itinerante del pueblo de Israel: «Oh Dios, cuando saliste al frente de tu pueblo, cuando avanzabas por el desierto, tembló la tierra y el cielo dejó caer su lluvia, delante de Dios –el del Sinaí–, delante de Dios, el Dios de Israel. Tú derramaste una lluvia generosa, Señor: tu herencia estaba exhausta y tú la reconfortaste; allí se estableció tu familia, y tú, Señor, la afianzarás por tu bondad para con el pobre» (Sal 68, 8-11).

En un mundo oscurecido por guerras e injusticias, incluso allí donde todo parece perdido, los migrantes y refugiados se erigen como mensajeros de esperanza. Su valentía y tenacidad son un testimonio heroico de una fe que ve más allá de lo que nuestros ojos pueden ver y que les da la fuerza para desafiar la muerte en las diferentes rutas migratorias contemporáneas. También aquí es posible encontrar una clara analogía con la experiencia del pueblo de Israel errante por el desierto, que afronta todos los peligros confiando en la protección del Señor: «Él te librará de la red del cazador, y de la peste perniciosa; te cubrirá con sus plumas, y hallarás un refugio bajo sus alas. Su brazo es escudo y coraza. No temerás los terrores de la noche, ni la flecha que vuela de día, ni la peste que acecha en las tinieblas, ni la plaga que devasta a pleno sol» (Sal 91,3-6).

Los migrantes y los refugiados recuerdan a la Iglesia su dimensión peregrina, perpetuamente orientada a alcanzar la patria definitiva, sostenida por una esperanza que es virtud teologal. Cada vez que la Iglesia cede a la tentación de la “sedentarización” y deja de ser civitas peregrina —el pueblo de Dios peregrino hacia la patria celestial (cf. San Agustín, La ciudad de Dios, Libro XIV-XVI)—, deja de estar “en el mundo” y pasa a ser “del mundo” (cf. Jn 15,19). Se trata de una tentación ya presente en las primeras comunidades cristianas, hasta tal punto que el apóstol Pablo tiene que recordar a la Iglesia de Filipos que «nosotros somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio» (Flp 3,20-21).

De manera particular, los migrantes y refugiados católicos pueden convertirse hoy en misioneros de esperanza en los países que los acogen, llevando adelante nuevos caminos de fe allí donde el mensaje de Jesucristo aún no ha llegado o iniciando diálogos interreligiosos basados en la vida cotidiana y la búsqueda de valores comunes. En efecto, con su entusiasmo espiritual y su dinamismo, pueden contribuir a revitalizar comunidades eclesiales rígidas y cansadas, en las que avanza amenazadoramente el desierto espiritual. Su presencia debe ser reconocida y apreciada como una verdadera bendición divina, una oportunidad para abrirse a la gracia de Dios, que da nueva energía y esperanza a su Iglesia: «No se olviden de practicar la hospitalidad, ya que gracias a ella, algunos, sin saberlo, hospedaron a los ángeles» (Hb 13,2).

El primer elemento de la evangelización, como subrayaba san Pablo VI, es generalmente el testimonio: «Todos los cristianos están llamados a este testimonio y, en este sentido, pueden ser verdaderos evangelizadores. Se nos ocurre pensar especialmente en la responsabilidad que recae sobre los emigrantes en los países que los reciben» (Evangelii nuntiandi, 21). Se trata de una verdadera missio migrantium ―misión realizada por los migrantes— para la cual se debe garantizar una preparación adecuada y un apoyo continuo, fruto de una cooperación intereclesial eficaz.

Por otro lado, las comunidades que los acogen también pueden ser un testimonio vivo de esperanza. Esperanza entendida como promesa de un presente y un futuro en el que se reconozca la dignidad de todos como hijos de Dios. De este modo, los migrantes y refugiados son reconocidos como hermanos y hermanas, parte de una familia en la que pueden expresar sus talentos y participar plenamente en la vida comunitaria.

Con motivo de esta jornada jubilar en la que la Iglesia reza por todos los migrantes y refugiados, deseo encomendar a todos los que están en camino, así como a los que se esfuerzan por acompañarlos, a la protección maternal de la Virgen María, consuelo de los migrantes, para que mantenga viva en sus corazones la esperanza y los sostenga en su compromiso de construir un mundo que se parezca cada vez más al Reino de Dios, la verdadera Patria que nos espera al final de nuestro viaje.

 

Vaticano, 25 de julio de 2025, Fiesta de Santiago Apóstol

LEÓN PP. XIV



MISSATGE DEL SANT PARE LLEÓ XIV
PER A LA 111a JORNADA MUNDIAL DEL MIGRANT I DEL REFUGIAT 2025

[4-5 d’octubre de 2025]

Migrants, missioners d’esperança

 

Benvolguts germans i germanes,

La 111a Jornada Mundial del Migrant i del Refugiat, que el meu predecessor va voler que coincidís amb el Jubileu dels migrants i del món missioner, ens ofereix l’oportunitat de reflexionar sobre el vincle entre esperança, migració i missió.

El context mundial actual està tristament marcat per guerres, violència, injustícies i fenòmens meteorològics extrems, que obliguen milions de persones a abandonar la seva terra natal a la recerca de refugi en altres llocs. La tendència generalitzada de vetllar exclusivament pels interessos de comunitats circumscrites constitueix una amenaça greu per a l’assignació de responsabilitats, la cooperació multilateral, la realització del bé comú i la solidaritat global en benefici de tota la família humana. La perspectiva d’una nova carrera armamentística i el desenvolupament de noves armes ―incloses les nuclears―, l’escassa consideració dels efectes nefastos de la crisi climàtica actual i les profundes desigualtats econòmiques fan que els reptes del present i del futur siguin cada vegada més difícils.

Davant les teories de devastació global i escenaris aterridors, és important que creixi en el cor de la majoria el desig d’esperar un futur de dignitat i pau per a tots els éssers humans. Aquest futur és part essencial del projecte de Déu per a la humanitat i la resta de la creació. Es tracta del futur messiànic anticipat pels profetes: «Encara es veuran vells i velles asseguts als carrers de Jerusalem, gent carregada d’anys, cadascun amb el seu bastó. Els carrers de la ciutat seran plens de nens i nenes que hi jugaran. […] Sembraré la pau, les vinyes donaran fruit abundós, i les terres, bones collites; serà generosa la rosada del cel» (Zc 8,4-5.12). I aquest futur ja ha començat, perquè va ser inaugurat per Jesucrist (cf. Mc 1,15 i Lc 17,21) i nosaltres creiem i esperem en la seva plena realització, ja que el Senyor sempre compleix les seves promeses.

El Catecisme de l’Església Catòlica ens diu que «la virtut de l’esperança respon a l’aspiració a la felicitat posada per Déu en el cor de cada home; assumeix les esperances que inspiren les activitats dels homes» (n. 1818). I certament la recerca de la felicitat —i la perspectiva de trobar-la en un altre lloc— és una de les principals motivacions de la mobilitat humana contemporània.

Aquesta connexió entre migració i esperança es revela clarament en moltes de les experiències migratòries dels nostres dies. Molts migrants, refugiats i desplaçats són testimonis privilegiats de l’esperança viscuda en la quotidianitat, a través de la seva confiança en Déu i la seva resistència en les adversitats amb vista a un futur en el qual entreveuen l’aproximar-se de la felicitat i el desenvolupament humà integral. En ells es renova l’experiència itinerant del poble d’Israel: «Déu nostre, quan sortíeu guiant el poble, quan avançàveu per la solitud, tremolà la terra i el cel fou generós, davant de Déu, del Déu del Sinaí, davant de Déu, del Déu d’Israel. Vau fer caure una pluja abundant per refer els vostres camps esgotats; vau allotjar-hi la vostra família. Instal·làreu els pobres, Déu nostre, al país fèrtil del vostre patrimoni» (Sl 68,8-11).

En un món enfosquit per guerres i injustícies, fins i tot on tot sembla perdut, els migrants i els refugiats s’erigeixen com a missatgers d’esperança. El seu coratge i la seva tenacitat són un testimoni heroic d’una fe que veu més enllà del que els nostres ulls poden veure i que els dona la força per a desafiar la mort en les diferents rutes migratòries contemporànies. També aquí és possible trobar una clara analogia amb l’experiència del poble d’Israel errant pel desert, que afronta tots els perills confiant en la protecció del Senyor: «Ell et guardarà del parany de l’ocellaire i del flagell de la pesta; t’abrigarà amb les seves plomes, trobaràs refugi sota les seves ales; et cobrirà fidelment com un escut. No et farà por la basarda de la nit ni la fletxa que vola de dia, ni la pesta que s’esmuny a la fosca, o l’epidèmia que a migdia fa estralls» (Sl 91,3-6).

Els migrants i els refugiats recorden a l’Església la seva dimensió pelegrina, perennement orientada a assolir la pàtria definitiva, sostinguda per una esperança que és virtut teologal. Cada vegada que l’Església cedeix a la temptació de la “sedentarització” i deixa de ser civitas peregrina —poble de Déu que pelegrina vers la pàtria celestial (cf. Sant Agustí, La ciutat de Déu, Llibre XIV-XVI)—, deixa d’estar “en el món” i passa a ser “del món” (cf. Jn 15,19). Es tracta d’una temptació ja present en les primeres comunitats cristianes, fins a tal punt que l’apòstol Pau ha de recordar a l’Església de Filips que «nosaltres tenim la nostra ciutadania al cel; d’allà esperem el Salvador, Jesucrist, el Senyor, que transformarà el nostre pobre cos per configurar-lo al seu cos gloriós, gràcies a aquella acció poderosa que li ha de sotmetre tot l’univers» (Fl 3,20-21).

De manera particular, els migrants i els refugiats catòlics poden esdevenir avui missioners d’esperança en els països que els acullen, duent a terme nous itineraris de fe allà on el missatge de Jesucrist encara no ha arribat o iniciant diàlegs interreligiosos fets de quotidianitat i recerca de valors comuns. En efecte, amb el seu entusiasme espiritual i la seva vitalitat, poden contribuir a revitalitzar comunitats eclesials endurides i cansades, en les quals avança amenaçadorament el desert espiritual. La seva presència ha de ser reconeguda i apreciada com una veritable benedicció divina, una oportunitat per a obrir-se a la gràcia de Déu, que dona nova energia i esperança a la seva Església: «No us oblideu de practicar l’hospitalitat; gràcies a ella, alguns, sense saber-ho, van acollir àngels» (He 13,2).

El primer element de l’evangelització, com subratllava sant Pau VI, és generalment el testimoni: «Tots els cristians estan cridats a aquest testimoniatge i poden ser, en aquest sentit, veritables evangelitzadors. Pensem especialment en la responsabilitat que recau damunt dels emigrants en els països que els reben» (Evangelii nuntiandi, 21). Es tracta d’una veritable missio migrantium ―missió realitzada pels migrants— per a la qual s’ha de garantir una preparació adequada i un suport continu, fruit d’una cooperació intereclesial eficaç.

D’altra banda, les comunitats que els acullen també poden ser un testimoni viu d’esperança. Esperança entesa com a promesa d’un present i un futur en el qual es reconegui la dignitat de tothom com a fills de Déu. D’aquesta manera, els migrants i els refugiats són reconeguts com a germans i germanes, part d’una família en la qual poden expressar els seus talents i participar plenament en la vida comunitària.

Amb motiu d’aquesta jornada jubilar en la qual l’Església prega per tots els migrants i els refugiats, desitjo encomanar a tots els qui estan en camí, així com als qui s’esforcen per acompanyar-los, a la protecció maternal de la Mare de Déu, consol dels migrants, perquè mantingui viva en els seus cors l’esperança i els sostingui en el seu compromís de construir un món que s’assembli cada vegada més al Regne de Déu, la veritable Pàtria que ens espera al final del nostre viatge.

 

Vaticà, 25 de juliol de 2025, Festa de sant Jaume apòstol

LLEÓ PP. XIV