dimarts, 30 de juliol del 2013

Les coses quotidianes amb el Papa Francesc

EL PAPA, MI MADRE, MI SUEGRA, MI HIJA Y YO*

Imaginar es gratis y a veces aclara deseos que la realidad no nos permite de momento. El deseo es algo implícito en el ser humano y ha servido desde los inicios para que la humanidad siga avanzando entre tropiezos, éxitos, descalabros, pasos firmes, injusticias y logros admirables hasta llegar a donde estamos; reconociendo en este punto que queda mucho por hacer para que el ser humano sea verdaderamente libre.

Pensando en el Papa Francisco, recién nombrado para llevar a cabo la inmensa y difícil tarea que tiene por delante, imaginé que recibíamos una invitación suya dirigida a mi madre, mi suegra, mi hija y yo. Nos convocaba alrededor de una mesa de camilla, a tomar café, té o mate con dulce de leche (él es argentino y se ha de notar), para conversar con mujeres acerca de las mujeres y la Iglesia.
Las cuatro mujeres invitadas, además de vínculos familiares, tenemos dos puntos en común: nacimos en el mismo siglo (aunque pertenecemos a tres generaciones diferentes) y somos creyentes y bautizadas en la Iglesia Católica.
El rato no pudo ser más acogedor. El Papa, como buen anfitrión, con sencillez y exquisita atención fue llenando las tazas y animándonos a probar el dulce de leche que había preparado una monja argentina con muy buena mano para la repostería.
En aquel ambiente las palabras y el buen compartir fluían con naturalidad y confianza. Cada una de nosotras, mujeres de un tiempo concreto, con vivencias muy diferentes en los terrenos personales, profesionales, vocacionales y en el curso de la historia de nuestro país y del mundo del siglo XX (más lo que llevamos del XXI). El Papa demostró ser un maestro de la escucha y al final nos pidió una conclusión que aunara las expectativas de las cuatro.
Nos miramos pensando que sería difícil una conclusión en la que todas nos sintiéramos identificadas. Después de unos momentos de silencio, tomó la palabra mi suegra, que nació al final de pontificado de Pío X; seguida de mi madre que vino al mundo a mediados del de Benedicto XV; un poco después, obedeciendo el orden cronológico de nacimiento, hablé yo, nacida al final del pontificado de Pío XII e influenciada en mi juventud por los frutos del Concilio Vaticano II; y, por último habló mi hija, que nació a principio del pontificado de Juan Pablo II, educada en democracia desde su nacimiento y oyendo hablar de derechos humanos en el mundo en que vive.
No hubo debate, no hubo necesidad de negociar qué era más o menos importante, no necesitamos más que unos minutos para elaborar una respuesta común a lo que el Papa Francisco nos había solicitado.
Esta fue nuestra conclusión: “Después de un siglo, en el que han regido la Iglesia nueve Papas; diez, si contamos ya al Papa Francisco, en su inicio de pontificado; la jerarquía de la Iglesia no puede dilatar más en el tiempo, el reconocimiento de las mujeres como parte vital, responsable y activa en el camino del Reino de Dios en el mundo. La Iglesia lleva demasiado tiempo caminando a pata coja. El modelo a seguir es el Mensaje de Jesús en el Evangelio y los signos de los tiempos que ya enunciaba el Vaticano II”.
El Papa Francisco acogió con expresión de seriedad y un brillo luminoso en los ojos nuestra conclusión. Nos despedimos y, como en su primer momento de pontificado, asomado al balcón del Vaticano, nos pidió que no olvidáramos orar por él. Las cuatro asumimos ese compromiso.