EL PAPA, MI MADRE, MI SUEGRA, MI
HIJA Y YO*
Imaginar es gratis y a veces aclara deseos que la realidad no nos permite de momento. El deseo es algo implícito en el ser humano y ha servido desde los inicios para que la humanidad siga avanzando entre tropiezos, éxitos, descalabros, pasos firmes, injusticias y logros admirables hasta llegar a donde estamos; reconociendo en este punto que queda mucho por hacer para que el ser humano sea verdaderamente libre.
Imaginar es gratis y a veces aclara deseos que la realidad no nos permite de momento. El deseo es algo implícito en el ser humano y ha servido desde los inicios para que la humanidad siga avanzando entre tropiezos, éxitos, descalabros, pasos firmes, injusticias y logros admirables hasta llegar a donde estamos; reconociendo en este punto que queda mucho por hacer para que el ser humano sea verdaderamente libre.
Pensando en el Papa Francisco, recién nombrado para llevar a cabo la inmensa y difícil tarea que tiene por delante, imaginé que recibíamos una invitación suya dirigida a mi madre, mi suegra, mi hija y yo. Nos convocaba alrededor de una mesa de camilla, a tomar café, té o mate con dulce de leche (él es argentino y se ha de notar), para conversar con mujeres acerca de las mujeres y la Iglesia.
Las cuatro mujeres invitadas, además
de vínculos familiares, tenemos dos puntos en común: nacimos en el mismo siglo
(aunque pertenecemos a tres generaciones diferentes) y somos creyentes y bautizadas en la Iglesia
Católica.
El rato no pudo ser más acogedor. El
Papa, como buen anfitrión, con sencillez y exquisita atención fue llenando las
tazas y animándonos a probar el dulce de leche que había preparado una monja
argentina con muy buena mano para la repostería.
En aquel ambiente las palabras y el
buen compartir fluían con naturalidad y confianza. Cada una de nosotras, mujeres
de un tiempo concreto, con vivencias muy diferentes en los terrenos personales,
profesionales, vocacionales y en el curso de la historia de nuestro país y del
mundo del siglo XX (más lo que llevamos del XXI). El Papa demostró ser un
maestro de la escucha y al final nos pidió una conclusión que aunara las
expectativas de las cuatro.
Nos miramos pensando que sería
difícil una conclusión en la que todas nos sintiéramos identificadas. Después de
unos momentos de silencio, tomó la palabra mi suegra, que nació al final de
pontificado de Pío X; seguida de mi madre que vino al mundo a mediados del de
Benedicto XV; un poco después, obedeciendo el orden cronológico de nacimiento,
hablé yo, nacida al final del pontificado de Pío XII e influenciada en mi
juventud por los frutos del Concilio Vaticano II; y, por último habló mi hija,
que nació a principio del pontificado de Juan Pablo II, educada en democracia
desde su nacimiento y oyendo hablar de derechos humanos en el mundo en que
vive.
No hubo debate, no hubo necesidad de
negociar qué era más o menos importante, no necesitamos más que unos minutos
para elaborar una respuesta común a lo que el Papa Francisco nos había
solicitado.
Esta fue nuestra conclusión: “Después de un siglo, en el que han regido
la Iglesia nueve Papas; diez, si contamos ya al Papa Francisco, en su inicio de
pontificado; la jerarquía de la Iglesia no puede dilatar más en el tiempo, el
reconocimiento de las mujeres como parte vital, responsable y activa en el
camino del Reino de Dios en el mundo. La Iglesia lleva demasiado tiempo
caminando a pata coja. El modelo a
seguir es el Mensaje de Jesús en el Evangelio y los signos de los tiempos que ya
enunciaba el Vaticano II”.
El Papa Francisco acogió con
expresión de seriedad y un brillo luminoso en los ojos nuestra conclusión. Nos
despedimos y, como en su primer momento de pontificado, asomado al balcón del
Vaticano, nos pidió que no olvidáramos orar por él. Las cuatro asumimos ese
compromiso.
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