dimarts, 4 de març del 2025

El nostre germà Francesc

 


Massimo Recalcati

El magisterio del Papa Francisco

 

La Repubblica, 27 de febrero de 2025

El pontificado del Papa Francisco ha marcado, desde la elección de su nombre, una profunda ruptura en el lenguaje codificado de la Iglesia. Su voz nunca ha sido la de un soberano que guía a su pueblo con mano firme o que defiende con pericia teológica la autoridad incontrovertible de los dogmas, sino la de un pastor que se ensucia las manos, que se inclina sobre la miseria humana sin sostener nunca el palo inhumano de la condena. Francisco no es el papa de la Ley y su miedo, sino el papa de la gracia y de la salvación inmerecida que ella hace posible. Por estas razones, en su pontificado, la palabra clave es la palabra "misericordia". Es el mensaje más radical de Jesús quien, citando al profeta Oseas, dice: «Misericordia quiero, no sacrificio» (Mt 9,13). Obviamente, no se trata de una simple exhortación moral, sino de un corte subversivo en el entramado simbólico de la Ley. El perdón y el amor, a los que se refiere la figura de la misericordia, rompen drásticamente con el único carácter vengativo y represivo de la Ley para abrir el espacio inédito de una nueva posibilidad. El pecado, en esta perspectiva, no es una mancha indeleble, sino una condición humana que puede ser atravesada, comprendida y plenamente aceptada. Es el pecado de Pedro que niega, de Tomás que duda, de Saulo que persigue. Es un pecado que siempre se puede convertir en un nuevo comienzo. Es el agua pútrida que en las bodas de Caná se convierte en vino sublime. Es el paralítico que se levanta después de haber estado su vida estancada sin esperanza durante años. En este sentido, la Ley de la que Francisco es testigo nunca coincide con la aplicación normativa de sus preceptos, sino que, para decirlo con Levinas, ella se encarna en el rostro del Otro, en la llamada incondicional a la fraternidad que este rostro trae consigo. El Dios de Francisco no es el juez implacable que inspira miedo, ni la impersonalidad metafísica de una Ley despiadada, sino el Padre que «hace salir su sol sobre justos e injustos» (Mt 5, 45). En este sentido, la misericordia es el remanente irreductible de la Ley, su "semilla santa", como diría Isaías, es decir, lo que escapa a la lógica del cálculo y del mérito, lo que supera el mecanismo legalista de la remuneración simétrica. Como enseña la parábola evangélica del Buen Samaritano, la fe no es la adhesión a un dogma, sino la curación de la herida. Es la imagen de la Iglesia como "hospital de campaña" propuesta por Francisco. Pero también es la imagen de estos días de su propio cuerpo enfermo, constantemente debatiéndose entre la vida y la muerte. Sin embargo, también es su estilo de hablar, su forma oblicua y renqueante de moverse en el espacio, sus gestos fraternales, su alegre sentido del humor. Francisco es un Papa que sabe tocar, abrazar, sonreír, mostrar su fragilidad sin reservas. Es, evangélicamente, el pequeño  que se hace grande, no contra el pequeño, sino precisamente porque es pequeño, como le sucede al grano de mostaza evocado por Jesús que genera un árbol frondoso en el que pueden posarse también los pájaros. Así que incluso su propio cuerpo enfermo que vemos en estos días en el centro de atención se ha convertido en un teatro de vecindad y cercanía. Si el poder de la Iglesia siempre ha tenido la tentación de atrincherarse detrás de los muros de la separación, él ha elegido desde el comienzo de su pontificado derribar esos muros. Esto es lo que ha convertido a Francisco en una figura tanto querida como controvertida. Porque la misericordia, cuando es testimonio activo, socava ante todo la estructura esteril del poder. Los que invocan la pureza de la doctrina, los que defienden la rigidez de las reglas sin comprender del sentido profundo de la Ley, los que querrían una Iglesia fundada en la rígida distinción entre lo justo y lo injusto, sólo pueden percibir a este Papa como una verdadera perturbación. No es el pontífice el que tranquiliza, sino el que cuestiona, no es el guardián de la ortodoxia sino de la apertura del diálogo, no es el que fomenta las políticas de exclusión sino quien ha hecho de la inclusión un programa, no es el guardián del carácter infalible de la Ley, sino su encarnación testimonial. En el Evangelio, Jesús se inclina sobre los pecadores, come y bebe con los recaudadores de impuestos, sana en sábado, escandaliza a los que piensan bien, frecuenta prostitutas, se queda con los pobres y los desheredados. Su existencia es estática, dinámica, imposible de remontar a la estática inerte de la dogmática religiosa. Jesús es una transgresión continua, un excedente, un deseo que no teme, sino que ama el esplendor y la atrocidad de la vida. Es el mismo extasis -el mismo excedente- que encontramos en Francisco. Nunca es la obediencia a los preceptos de la Ley lo que salva al ser humano sino el reconocimiento de que en el extraño y en el enemigo, es decir, en el Otro que nunca está a nuestra disposición, siempre hay un hermano. En un momento en el que el discurso religioso corre el riesgo de convertirse en un delirio de identidad, en el que la fe se convierte en ideología, sembrando muerte, guerra y destrucción, el Papa de la misericordia recuerda que el corazón del cristianismo no es la defensa de una fortaleza vacía, sino el movimiento extático de salir de sí mismo, de vivir el vértigo del encuentro, el duro impacto con la alteridad del Otro. Este es el verdadero escándalo: un Papa que rechaza revestirse con el uniforme  de juez despiadado, poniendose  mas bien las ropas del nuestro prójimo, de los que verdaderamente sufren a nuestro lado.